Años atrás se llamaba “dirección espiritual”, que consistía en que una persona juiciosa, culta y experimentada, ayudaba a otra quizá falta de conocimientos y experiencia, porque era joven o por la razón que fuera o bien que, aunque no carente de conocimientos, deseaba complementarse buscando la ayuda, consejo y conversación de otra que le inspirara confianza a fin de encontrarse, de este modo, más segura que confiando sólo a sí misma.
El método de dirección espiritual que la Iglesia valoraba y recomendaba, fue menguando mucho y resultó, me parece, una de las primeras víctimas de los adelantos del progresismo de la Iglesia, en sus ideas de renovación, porque se afirmaba que esto de ser “dirigido” era un trato humillante, cuyo resultado era equivalente al de una máquina sin libertad ni personalidad, conducida por otro a voluntad y capricho suyo. El escaso conocimiento de sí mismo y la soberbia son causa de no pocos disparates y obstáculos. Lo cierto es que aquella “dirección” no humillaba, ni quitaba libertad, ni conducía ninguna máquina. El “director espiritual” era una persona que podía ayudar y que amaba. Si se mantenía diálogo con él, daba su opinión, no obligaba y sólo acompañaba. El “dirigido” no perdía libertad y podía ganar una cosa muy importante: más conocimiento de Dios y más conocimiento propio: aquello tan interesante de “Noverim Te, Domine, noverim me”. “Señor, que os conozca y que me conozca”.
Es curioso que ahora ya se vuelve a hablar de aquella beneficiosa forma de acompañar; pero le dan otros nombres: compañero espiritual, consejero etc. No hay nada que objetar. Lo que interesa es que haya personas aptas para llevarla a término, y otras más conscientes y humildes para quererla y pedirla. En otros tiempos se solía decir: “No es muy loco quien a casa vuelve”.
Mons. Ramón Masnou de su libro AMEMOS A LA IGLESIA