Ya escribió Frankein: “El que no hace nada está muy cerca de hacer el mal”.
Ya declaraba el libro de Sira: “Ponlo a trabajar para que no esté ocioso, porque la ociosidad enseña mucha maldad”. Hay una riqueza que es común para todos los hombres: el tiempo. Los ociosos no solo pierden esta riqueza sino que se endeudan con el vicio.
Escribe Royo Marín: “Entre todas las ocupaciones, las de tipo intelectual son particularmente aptas para contrarrestar la sensualidad. La razón es porque el ejercicio dominante de una facultad debilita y enflaquece las demás, aparte de que el ejercicio intelectual substrae a las pasiones sensuales los objetos que las alimentan. En la práctica es un hecho de experiencia cotidiana que las voluptuosidades de la carne oscurecen y debilitan el espíritu mientras que la templanza y la castidad predisponen admirablemente para el trabajo intelectual”.
Es preciso trabajar bajo “un orden del día”. Tener programadas las horas. El soberbio lo fía todo a su capacidad para hacer frente a las contrariedades e imprevistos. El humilde programa sin cesar a sabiendas que luego se verá forzado a rectificar. El ocioso confía en su inteligencia; el humilde confía en su voluntad, por esto lo programa todo.
Don Bosco decía a sus jóvenes: “Yo deseo que en todo tiempo se haga siempre algo y no se pierda ni un minuto, porque en vacaciones, una de dos, o trabajáis vosotros y el demonio se queda desocupado o bien vivís vosotros desocupados y trabaja el demonio”.