Escribe el P. Chaignon: “El orden y la razón exigen que la verdad sea preferida al error, la prudencia a la locura; que lo perfecto e inmutable en su perfección sea la regla de lo que no lo es, o lo es sólo por momentos… Comparando las voluntades que aquí tratamos de unir, la de Dios y la mía ¿qué vemos? La voluntad de Dios es la voluntad del amo: la voluntad mía es la del esclavo. A Él corresponde el derecho de mandar; a mí, de obedecer. Cuando el sumo sacerdote Helí oyó por boca de Samuel las terribles penas con que iba a ser castigada su negligencia, se contentó con responder: “Es el Señor: que se haga lo que es bueno a sus ojos”. Hermosa respuesta de la cual debo servirme para acallar las quejas y vencer la resistencia de mi voluntad cuando se halla tentada de rebelarse.
La voluntad de Dios se halla iluminada y dirigida en todo por una soberana sabiduría; la mía se halla rodeada de tinieblas. ¿Quién podrá contar sus yerros? Es continuamente el juguete de algún error. Mi voluntad debe dejarse guiar en punto a la obediencia lo mismo que el entendimiento en materia de fe. Para someterse a Dios cuando habla, debo renunciar a las razones humanas y entregarme por completo a sus luces…¿Acaso no tengo las mismas razones de abandonarme a su voluntad, infinitamente sabia para que me guíe, como a su infalible verdad para que me ilumine?
La voluntad de Dios es el recto sendero y la santidad misma. Siempre perfecta, jamás cambia. La mía es inclinada al mal, desordenada, inconstante.”