El feminismo, como movimiento que se propone reconocer y respetar los derechos verdaderos y legítimos de las mujeres, debe esforzarse para conseguirlo con justicia, verdad, bondad y amor limpio y, si la mujer es cristiana católica, debe sintonizar con la doctrina de la Iglesia. No vale decir, por ejemplo: soy cristiana, pero tengo derecho a abortar, como más de una vez sucede en este caso y otros parecidos. Nadie obliga a ser persona de la Iglesia; pero es de sentido común -y así ocurre también en otras entidades de orden civil serias- que, quien quiera libremente pertenecer a ella, cumpla las normas y que, quien no las quiere cumplir o las contradiga o critique -sobre todo si lo hace públicamente e irrespetuosamente, con escándalo- sepa que abusa de sus derechos, que su actitud no es honesta y que contrae responsabilidad; y que, coherentemente, debe rectificar y callar.
La mujer, en la cualificación de sus derechos, debe asegurarse que el ejercicio de un derecho que ella se atribuye no sea causa de perjuicio para otro derecho auténtico o para persona o vida humana aunque haya una ley civil que lo permita. La ley civil puede errar, y lo hace fácilmente, dado que las leyes erróneas e injustas no son patrimonio exclusivo de los gobiernos despóticos y dictatoriales, sino que también las democracias, como obra humana que son, pueden meter la pata; la Iglesia no se apoya en la variedad de las cosas humanas, sino en la permanencia y seguridad de la ley de Dios que el Evangelio perfecciona y ella propone y explica.
La Iglesia también defiende los derechos de las mujeres y, en algunos aspectos fundamentales –religioso, familiar, asistencial- , lo hizo mucho antes que los feminismos. La Iglesia rehúsa únicamente los puntos injustos y deficientes de los feminismos y los que no puede aceptar por inmorales.
Mons Ramón Masnou, tomado del libro ¡AMEMOS A LA IGLESIA!