Escribíamos hace unas semanas que para ser confirmado como Obispo se requería el previo estado de perfección en el elegido. Pero, escribe Saudreau, ¿quién es perfecto en este mundo? Como afirma en su epístola Santiago:“todos faltamos en muchas cosas”.
“No, no es ninguna presunción aspirar a la perfección; la cual, en esta vida, no es la del cielo ni excluye faltas de fragilidad, que lamenta y desaprueba el que las comete, y previene las recaídas. Los religiosos deben aspirar a la perfección, se obligaron a ello al pronunciar sus votos, cuyo objeto cabalmente es facilitar su adquisición. Todos los sacerdotes, llamados a ser como Jesús, el Sumo Pontífice, todos los pastores de almas deberían poseerla. Y si lo deben, lo pueden. La empresa es, pues, menos ardua de lo que algunos imaginan. Escribe san Alfonso: “El que ya entrado por el camino de la perfección, no lo deja, esté seguro que con el tiempo la conseguirá”
Ciertamente, si no hay tantas almas perfectas como fuera de desear, ¿quién no las ha encontrado durante su vida? Y así mismo, en esos centros donde la formación de la vida espiritual es acertada, son bastante numerosas las almas muy unidas a Dios y bien despegadas de sí mismas. Desasidas, libres de toda afección desordenada como lo ordena San Ignacio, ya no tienen, dice San Francisco de Sales, el amor de lo superfluo; renunciaron a todo lo que estorba al corazón para entregarse enteramente a Dios, lo cual, según Santo Tomás, es la condición y esencia de la perfección; en una palabra, desnudas de toda voluntad propia, viven dispuestas habitualmente a no querer sino lo que Dios quiere”.
Augusto Saudreau