La parábola del convite explica la llamada de Dios. Él es el Señor. Los sirvientes son los instrumentos que sirven al Señor para llamar a la puerta de nuestra alma: palabras de un sacerdote, un retiro, unos ejercicios espirituales, un libro, una enfermedad…hecho que hablan, incitan al amor a Dios.
La reiteración es una constante divina. Dios no se cansa de enviarnos avisos. Pero cada vez de forma más perentoria, porque sabe que cada llamada ignorada, no atendida, endurece el espíritu. Unos simplemente se niegan, y ante la insistencia del Señor, buscan distracciones, ocio, placeres, se entregan a la carne. Otros buscan aturdirse mediante negocios, o intentando la conquista de poderes temporales; otros se entregan al demonio de la soberbia y hacen escarnio de las gracias que reciben. El amor indignado de Dios pide justicia. Y el fuego, símbolo del infierno, consume sus obras. ¿Qué queda de sus placeres, de sus tráfagos y ajetreos, de su poder sino ridículos recuerdos? Los hombres que hemos conocido el mundo, el demonio y la carne, cuando lo recordamos en la perspectiva del tiempo, aunque no sea desde la visión de la gracia, nos vemos ridículos y penosos. Nos vemos como marionetas maniobradas por un ser perverso, el demonio. Incluso la comprensión que la Iglesia tiene para el pecador, por los pecados cometidos, no nos libra de una sensación de vómito y asqueo.
En la parábola, responden a la llamada de los sirvientes, todos los machacados, los pobres, los indigentes, los sin techo…
Examinemos la contraposición: los ricos en dinero, en bienes o gracia, todos se negaron a asistir al convite. Ahora el Señor llama a los desvalidos. Todos entran al convite y SOLO UNO no es digno de permanecer. La lección es clara: por el primer camino (dinero, bienes) nadie se salva. Por el otro camino, el de la pobreza, la excepción es la regla. Para que los más rígidos entiendan que, a pesar de dormir al suelo, de estar alejados de honores, placeres o riquezas… la salvación viene según el vestido del alma.
Jaime Solá Grané