Aquel anciano, desde muy jovencito, había abandonado el mundo porque Dios le había hecho comprender la gran verdad de que todo es locura y vanidad, menos amar y servir a Dios. Junto a una choza, al lado de un huerto, pasó la vida. Pero, a veces, las lágrimas corrían por sus mejillas. Era cuando pensaba: “Dios me ha amado infinitamente, y yo…¡no le amo! Y no le amo porque no le conozco. Nunca estudié, no sé leer, ignoro todas las ciencias, Oh, si conociera mejor a Dios ¡cuánto le amaría!” Y determinó ponerse en camino para ir a la Universidad para conocer más a Dios y amarle más.
Aquel anciano con su tosco hábito y sus pies descalzos, se caló la capucha y andando a través de las arenas del desierto, bajo un sol ardiente, llegó a una populosa ciudad. Preguntó por la universidad y se dirigió a ella. Los estudiantes, al ver aquel anciano, primero se rieron pero después lo miraban asombrados. El Curso era de Teología y el profesor, un gran doctor. Empezó la clase y dijo: “Hoy vamos a estudiar la cuestión trascendental propuesta en el primer mandamiento. ¿Hay que amar a Dios? ¿Estamos los hombres obligados bajo pecado a amar a Dios?”
El anciano al escuchar estas palabras, levantó la cabeza, contempló asombrado al profesor y humildemente, con lágrimas en los ojos, preguntó “Pero doctor, ¿es posible que algún hombre ponga en duda si estamos obligados a amar a Dios?” Y ya no pudo continuar en la clase. Se levantó, abandonó la universidad y salió de la famosa ciudad. Regresó a su solitaria choza. Allí pasó los años que le quedaron de vida. Lloraba por la ingratitud de los hombres que saben que Dios se hizo hombre por ellos y murió en una cruz, y sin embargo, aún se preguntan si están obligados a amar a Dios.