Los habéis visto nacer, y sus primeras reacciones, que proceden del instinto, fueron pedir el pecho materno para alimentarse, luego el pan que los alimenta, después los juegos que satisfacen sus primeros caprichos. Desde niño, el hombre muestra su sed de felicidad. Escribe Dianda:
“Después del instinto, apunta la razón, que a cada niño dicta sus preguntas: ¿De dónde vienes? ¿Dónde vas? Para qué es ese cielo, ese sol, esas flores? ¿Cómo aquella caja –mortuoria- se lleva al compañero con quien ayer jugabas tan alegremente? ¿Dónde ha ido? ¿Cuándo volverá?
Muchas veces la respuesta de los padres es confesión de su ignorancia, de su indiferencia, del escepticismo y de la incredulidad. “
Creo que el poeta en vez de decir “¡Qué pena me dan los hombres que nunca se sienten niños!”, habría podido escribir: “¡Qué pena me dan los niños que tienen padres incrédulos!”
Sí, la sociedad ha entendido muy bien la enorme gravedad de la violación infantil, de cualquier clase que sea. Toda pena parece pequeña, y, creo, que en verdad lo es. Pero, no es menor pecado sembrar la incredulidad en los corazones infantiles. Sí, felices aquellos Macabeos que tuvieron una madre heroica que mientras los martirizaban por su fe, les decía: “ Hijitos míos, no fui yo la que os di a vosotros la existencia; allá arriba hay un Dios, Criador del mundo, que os dio la vida y que os la devolverá si tenéis valor de sacrificarla por la observancia de la ley”. (2º Mac. 7,22y 23)
Jaime Solá Grané