He pensado que podía interesar la parcial transcripción de una carta que san Bernardo dirigió a un joven que había desistido de entrar en el convento por el recuerdo de sus pecados pasados que, creía, le hacían indigno de asociarse con los siervos de Dios en aquella santa estancia. Le escribe el Santo:
“Por muy espantosa que sea la gravedad de la enfermedad espiritual que vos sufrís, no me alarma si pienso en la destreza y amabilidad del Médico celestial, de lo cual he tenido frecuente experiencia en mis enfermedades graves. Por muy sucios que sean los vicios que hayáis contraído, por muy estropeada que esté vuestra conciencia, aun cuando hayáis malogrado vuestra juventud con los crímenes más horribles y estéis como los animales pudriéndoos ahora en las inmundicias de vuestra maldad (Joel 1,17), no dudéis que Él os lavará de tal forma que “quedaréis más blanco que la nieve” (Sal 1,9) y “vuestra juventud será renovada como la del águila”. (Sal 102,5)
“Una buena conciencia es un tesoro sin precio. Pues, ¿qué hay en el mundo que pueda hacer un hombre tan rico y feliz, tan tranquilo y seguro? Una buena conciencia no teme nada, ni la pérdida de las riquezas, ni las palabras injuriosas, ni las aflicciones corporales, ni siquiera la muerte, cuya proximidad más bien alegra que la deprime. ¿Qué felicidad terrenal se puede comparar con esta? ¿Tiene el mundo algo parecido que otorgar a sus partidarios?…Suponed que habéis adquirido fincas sin límites, espléndidos palacios, altos puestos eclesiásticos, incluso la misma dignidad real, ¿no os lo arrancará todo eso la muerte? Eso sin decir nada de las ansiedades con que se obtienen y poseen esas cosas. Pues está escrito: “Ellos han dormido su sueño y todos los hombres ricos no han encontrado nada en sus manos” (Sal.75,5). Pero las flores y los frutos de una buena conciencia no se marchitan nunca, nunca se pierden: no se marchitan con el trabajo ni se desvanecen a la muerte, sino que, por el contrario, es entonces cuando florecen de nuevo. Ellos alegran a los que vivimos, consuelan a los moribundos; muertos, ellos nos reviven y continúan con nosotros para siempre”
Jaime Solá Grané