Al practicar el sacramento de la Penitencia o confesión se remarca siempre lo esencial: la manifestación sincera de los pecados, su previo examen, la contrición por el dolor de haber ofendido a Dios, el propósito de enmienda y la aceptación de lo que el sacerdote imponga como pena por los pecados.
Pero los católicos estamos tan acostumbrados a este sacramento que apenas damos importancia a lo que horroriza a los no creyentes que sitúan por encima de todo la igualdad. No entienden cómo un hombre puede arrodillarse ante otro hombre, y confesarle sus miserias; acto que estiman va contra la dignidad de toda persona. “Ni siquiera, dicen, en los procesos civiles o incluso en los penales, se obliga a tal humillación a los que son juzgados”.
Estaría totalmente de acuerdo con esta perspectiva si Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, no hubiera establecido el sacramento del Orden. ¿Creen que para los sacerdotes es algo glorioso escuchar a los penitentes arrodillados contando sus miserias? Hace muchos años, al principio del ejercicio de su sacerdocio, me escribía uno recién enviado a una parroquia: “No sabes el miedo que me da ponerme a confesar”. Sí, estoy convencido de que el sacerdote que no ha convertido el confesionario en rutina, sufre y le duele la confesión de cada penitente.
Sabemos que nos confesamos ante un hombre que ha recibido de Dios el poder de perdonar los pecados. Sí, algo tan grande que los mismos judíos que crucificaron a Jesús no entendieron.
Ateos, amigos míos, si la Fe fuera una cosa fácil, ya no habría ateos.
Jaime Solá Grané