El misterio de la Cruz es el gran exceso del amor de Dios para nosotros. Si hubiera dejado a nuestra elección el testimonio del amor que nos profesa, y si nos hubiera dicho como al rey de Judá: “Pide una señal para ti”, ¿quién se hubiera atrevido a pedirle la encarnación y muchos menos la muerte de su hijo?… Ofendiendo a su Creador, el hombre había roto los lazos de caridad que le unían a Él, y ningún medio tenía para recomponerlos. Pero el Padre dijo. “Tengo un Hijo único, engendrado de mi sustancia desde toda la eternidad; es otro Yo; pues bien, os lo doy si consiente en ello; por mi parte estoy conforme en que se anonade para expiar vuestro orgullo y muera para salvaros”
Y este Hijo no retrocede ante la amargura del cáliz. Ve al instante la serie de oprobios y dolores intolerables que habría de sufrir por nosotros y, lejos de arredrarse, se somete voluntariamente a los golpes implacables de la justicia divina….¡Oh jardín de los Olivos!, ¡oh pretorio!, ¡oh Calvario!, con cuánta elocuencia nos habláis del amor de Jesús para nosotros.
¿No es tiempo ya de que los que viven cesen de vivir para sí mismos y comiencen a vivir para Aquel que los ha rescatado de la muerte? ¿Qué nuevo beneficio aguardamos para entregarnos a Dios?
Cruz de Jesús, Sangre de mi Dios que me dais a conocer toda la fuerza de su amor, ¡qué reproche para la debilidad del mío!. ¿Es amar a un Dios crucificado, buscar las comodidades y huir los sufrimientos? ¿Es amar a un Dios humillado, escupido… buscar los honores y temer las apariencias del menosprecio?
Venid, Jesús moribundo, a enseñarme a morir a todo lo que os desagrada. Quiero amar a un Dios cuya cruz me abrió el Cielo, cuya sangre lavó mis iniquidades, cuya muerte me devolvió la vida y cuyos méritos me dan derecho a pretender la dicha de amarle eternamente.
P. Chaignon