Insistimos en la idea de ayer: María es el Corazón que me ama.
Si María considera nuestra alma, nuestra pobre alma, la cual, de no acudir Ella en su socorro, se pierde por toda la eternidad, se siente conmovida de compasión.
Nuestra alma es imagen de Dios, de Dios cuya santidad conoce María. Pudiendo, pues, María impedir que esta imagen sea mancillada, ¿permitirá que fuese juguete y objeto de burla por parte del demonio? No; su amor a Dios no lo consiente.
Nuestra alma es criatura de Dios, es hija de Dios; de Dios ha recibido la orden de llamarle Padre. Pudiendo impedirlo, ¿consentirá María que la hija de Dios, a quien Ella ama, sufra por toda la eternidad? No; no lo consienten su amor a Dios ni su caridad para con los hombres.
Nuestra alma fue rescatada por la Sangre de Jesucristo, la Sangre de su Hijo; costó humillaciones, dolores, lágrimas, cuyo recuerdo tiene siempre presente María. Pudiendo, pues, impedirlo, ¿permitirá María que esta alma, precio de tantos dolores, se pierda por toda la eternidad? No; su amor a Dios y a los hombres no lo consiente.
Nuestra alma, en fin, está destinada a conocer y amar a Dios, a unirse a los ángeles para glorificar eternamente y exaltar las grandezas, la majestad y el amor de Dios. Pudiendo impedirlo, ¿permitirá María que esta alma maldiga a Dios y blasfeme de Él por toda la eternidad? No; su amor a Dios y su caridad para con el prójimo no lo consienten.
Concluyamos exclamando como ayer; ¡María nos ama! Y digámosle con afecto: También nosotros te amamos, María.
Mons. A. Sylvain