María es la voz que me llama (II)
Permite, hijo mío, que te dé a conocer, como ayer te indicaba, lo que hago en favor de los que se entregan a mí.
En primer lugar, les doy fortaleza. Puesto que todo lo que tienen y hacen me pertenece, procuro que todo sea bueno. Ellos lo saben; por esto cuentan que estoy a su lado, con asistencia particularísima, en la oración, en el trabajo, en el descanso; estoy con ellos cuando padecen y tienen que renunciarse a sí mismos; junto a ellos para hacerles practicar de continuo alguna virtud ya la humildad, ya la paciencia. Han llegado algunos, por efecto de la gracia y el hábito, a verme siempre a su lado.
Luego, en segundo lugar, los presento a Jesús, quien acepta de mi mano todas sus obras y todos sus deseos, por pobres que sean; y después de su muerte, los recibirá de m i mano y los colocará en el Paraíso. ¿Por ventura no soy la Madre de Jesús? ¿Rechazará Jesús al que haya amado y servido a su Madre?
Y les doy la paz. En efecto, ¿qué hay que pueda inquietarlos? Puesto que son mi herencia y propiedad, ¿no he de protegerlos? Padecerán decepciones y penas… yo les daré a conocer su mérito. ¿No he de defenderlos? Serán tentados, sin duda, pero como habrán tenido la costumbre de invocarme, acudiré a su socorro. Sus caídas, si alguna vez olvidan invocarme, serán menos humillantes; cometerán faltas, pero se levantarán con presteza. Quien se haya entregado realmente a mí, podrá errar materialmente, puesto que es hombre, pero reconocerá pronto su falta, no se obstinará en el error y volverá a Dios.
La base de esta donación es la sumisión y la humildad. ¿No te sientes movido a entregarte a mí?
Mons. A. Sylvain