María y la oración.
La oración de María era continua. Por oración se entiende, no solo las palabras de alabanza, de agradecimiento o de amor dirigidas a Dios, sino también la relación habitual entre el alma y Dios, relación que por nadie es mejor representada que por el pequeñuelo pegado siempre a su madre; pues si anda, la coge por los vestidos; si juega, apenas aparta de ella su mirada; si descansa, lo hace en sus brazos o cerca de la cama en donde reposa su madre. He ahí la imagen de María y de Dios.
La oración de María era sencilla cuando salía de sus labios. Sencilla en las palabras y en los sentimientos. María adoraba y lo decía; María amaba y lo decía; María agradecía y lo decía tal cual lo experimentaban en su interior. ¡No usemos términos rebuscados cuando nos dirijamos a Dios! Sencilla en lo exterior, María rezaba con mucho respeto y modestia, pero no se advertía afectación ni austeridad, ni singularidad alguna en Ella; la calma de su rostro, la serenidad de su frente, la paz que mostraba en todo, hacía exclamar a todos cuantos la veían: “Está hablando con Dios”.
La oración de María era regular. María se había fijado las horas de conversación particular con Dios, y al llegar alguna de estas horas, dejaba toda ocupación que no le fuese impuesta por la caridad o por la obligación, y se decía: “Vamos, Dios me espera”.
¡Oh Madre mía! ¿Cuándo rezaré como Tú? ¿Cuándo consideraré la oración como la cosa más seria, más importante, más preferida?
Mons A. Sylvain