El peregrino que visita Belén tiene la dicha de leer dentro de la gruta en que nació el Mesías: “En este lugar nació Jesucristo de la Virgen María”.
Desde hace veinte siglos la parte más insigne de la humanidad, arrodillada delante del pesebre de Jesús, está aprendiendo a despreciar las cosas todas de la tierra, aprendiendo la mansedumbre, la humildad, la compasión, todas las virtudes cristianas que nacieron en Belén y que vivirán sin envejecerse hasta la consumación de los siglos. De ahí se sigue que hemos de amar la pobreza, amar a los pobres. Son imagen viva de Jesucristo. Los ricos deben ser para los pobres imagen viva de la providencia de Dios.
San Francisco de Asís tenía una admirable devoción hacia el misterio del Nacimiento. Se levantaba con frecuencias a media noche para poder adorar a Jesús en la hora, en que había hecho su primera entrada en el mundo.
En las cercanías de Belén, hacia Oriente, entre dos verdes colinas, cuyas laderas están sembradas de viñas y olivares, serpentea en una extensión de cuatro kilómetros, un fértil y delicioso valle. Mientras en la Cueva veneranda se cumplía el misterio y la pequeña ciudad de Belén estaba sepultada en el sueño, en los campos algunos pastores velaban guardando sus rebaños. Eran quizá los únicos que velaban en aquella hora, y sin duda los más pobres de aquellos alrededores… A estos hombres que velan, que son pobrísimos, de costumbres sencillas, está reservado el codiciado honor de ser llamados los primeros a adorar al Mesías.
Gilberto Dianda