Esta frase que puede parecer muy evangélica no la pronunció Jesús, el Hijo de Dios humanado.
Es cierto que Él dijo: “Soy manso y humilde de corazón…” y pudo inquirir a sus contrarios “¿Quién de vosotros puede argüirme de pecado?”. Es cierto que promulgó “¡Bienaventurados los pacíficos”, pero Jesús no vivió en paz con todos.
Escribe M.B. Kolb: “Los momentos de su ira son tan magníficos, que se nos hará difícil afirmar dónde vemos el carácter de Jesús más grandioso, si en su mansedumbre sin precedente o en su ira vibrante, pero santa, sin amargura y sin resentimiento personal como no hubo otra jamás”.
Jesús no se airó cuando le escupieron, o flagelaron o cuando le coronaron de espinas, ni siquiera cuando con iniquidad fue condenado a muerte en cruz. No se enfadó cuando le censuraron por andar con pecadores, por comer con publicanos…Trató con dulzura a la mujer adúltera. Sólo le advirtió: “No peques más”.
Pero no pudo aguantar a los hipócritas que suelen obrar con el fin de ser vistos por los hombres, situándose en los primeros puestos en todas partes. Y cuando la religión es utilizada para medrar o ganar dinero, la santa ira de Jesús le mueve a tomar un látigo, a echar del templo a los mercaderes, a arrojar por tierra el dinero de los cambistas y derribar sus mesas. Dice que han convertido la casa de oración en cueva de ladrones.
No queramos engañarnos. Hacen más daño a la Iglesia los sacerdotes, cualquiera que sea su jerarquía, cuando utilizan su puesto para imponer sus intereses temporales, que los mismos enemigos declarados de la Iglesia o los hombres que, por debilidad, caen en pecado.
Jesús ha encontrado a muchos seguidores de sus bienaventuranzas: pobres, mansos, limpios de corazón, misericordiosos, pacíficos… pero cada vez son menos los que llaman las cosas por su nombre, desechando todo respeto humano, declarando la guerra sin cuartel a los falsificadores de la religión, de la verdad sobrenatural.