El joven Bernardo luchaba entre la llamada de Dios y el mundo que le atraía, sobre todo el éxito literario, el brillo de una fama internacional que le hubiera sido fácil conquistar. La carne se rebelaba contra el sacrificio de encerrarse en un convento pobre y solitario. Pero, al fin, venció el desprendimiento, de tal forma que conquistó a todos sus hermanos para que, como él, abandonasen los bienes terrenales y se encaminasen a vivir en la soledad de un monasterio. Sólo quedaba Nivardo, el hermano pequeño.
Bernardo montó el primero a caballo para alejarse; sus hermanos le siguieron para hacerse monjes. Al despedirse de Nivardo le consolaban diciendo:
-. Alégrate, ahora serás el único heredero de todo: el castillo, las tierras…
Nivardo reflexionó un momento, y les contestó:
-. ¿Os parece que esto es justo y que debo estar contento? ¿O sea que para vosotros el Cielo y a mí me dejáis solo la tierra?
Y dejándolo todo, se marchó con ellos para seguir también a Jesús.