Ss. Sabino, Rainerio, Rugero, Gricino, Liberio, Jocundo obs; Aillsia, Mansueto, Severo, Donato, Honorio, Venustiano mrs; Exuperancio, Marcelo des. Bto. Radulfo (Rodolfo, Raúl) ab.
Introito
Madre cuya virginidad reparó las quiebras de los cielos, y salvó de su ruina al género humano (Liturgia mozárabe). -Divina mesa de la cual tomamos en abundancia el místico pan que sustenta nuestras almas, haciéndolas particioneras y amigas de Dios y recreándolas con inefables dulzuras (S . Germán).
Reina del mundo, tabernáculo de Dios, estrella del mar, escala del
cielo, por la cual el Rey celestial bajó
humillado hasta nuestra pequeñez, y el hombre que estaba postrado, subió ensalzado a las cosas soberanas (S.Pedro Damiano).
Inefablemente veneranda Virgen, a quien Miguel y todo el ejército de espíritus celestes rinden homenaje reconociéndola por su Reina (Liturgia antigua).
Vino el Hijo de Dios a la mesa de la Virgen, y de ella tomó dinero con abundancia para dárselo al acreedor. Porque tomó la carne para tener con qué pagar al Padre por el amigo a quien había sacado de la servidumbre. Dio tanto precio cuantos fueron los pecados. Cristo pagó el precio de la redención; pero la Madre le dio la materia de que había de pagar. Él es el Redentor, pero de ella recibió lo que necesitaba para verificar el pago (Sto. Tomás de Villanueva).
Ten piedad de mí, Señora; todas las generaciones te llaman Madre de misericordia.
Y conforme la multitud de tus piedades, límpiame de mi pecado.
Vuélveme la alegría de tu gracia, y no escondas tu clemencia de mis maldades.
Confieso que he pecado y hecho lo malo delante de tus ojos; y en tu presencia reconozco mis rebeliones.
Conciértame en amistad con el bendito Fruto de tu vientre; y entren en paz y alegría mis abatidos huesos con aquel que los crió (Salterio Mariano).
Meditación: DIOS LO VE, DIOS LO QUIERE
¡Cuántas cosas divinas se encierran en estas dos frases!
Paz, valor, fuerza, luz, todo esto dan, como el fruto prensado da su jugo alimenticio, como la flor su aroma, como el instrumento su armonía.
Dios lo ve
La mirada de Dios se cierne sobre mí; me rodea, me penetra, forma en alguna manera parte esencial de todo mi ser; ni siquiera se me ocurre que me sea posible, ni por un sólo instante, sustraerme a su penetración.
Es la mirada de un padre, mirada benévola, afectuosa, escrutadora. Ve, en sus más insignificantes pormenores, las necesidades de mi alma, las de mi cuerpo, las de mi corazón, y a cada una de ellas provee con esa sabia medida que da todo lo que conviene y a la hora que conviene.
Ve los padecimientos que me afligen; pero ha permitido que
lleguen hasta mí, preparados, como un remedio divino, por su mano paternal… ¡nunca serán demasiado agudos ni demasiado prolongados!… Esa mirada está fija en mí y vigila, no sólo el efecto del remedio, sino también el progreso de la enfermedad.
Ve el mal que otros quieren hacerme; sigue los proyectos que se traman contra mí; oye las palabras que dicen; pero yo sé que Dios estará siempre a mi lado para no permitir que se ejecute contra mí sino lo que pueda serme útil.
Ve el bien que quieren hacerme, y sonríe a todos cuantos me aman y a sus esfuerzos para proporcionarme un poco de alegría. Esta idea me causa gran felicidad, a mí que no puedo saber todo lo que se hace en mi favor, y que no sé dar las gracias que quiere pronunciar mi corazón.
Ve mis deseos de ser más santo, más fiel, más devoto, más amante; mis esfuerzos diarios, mis caídas, mis flaquezas… y su mirada es siempre la de un padre que recompensa aun el deseo, y nunca tiene un reproche para la falta de la cual nos arrepentimos.
Es la mirada de un juez que no deja nunca de ser padre, pero que es santo, que es puro, que es justo, y que, en virtud de sus perfecciones, ha de castigar todo lo malo y recompensar todo lo bueno.
Ve mis luchas contra el cansancio material cuando he de cumplir un deber; mis luchas contra mi natural, contra mis pasiones, contra mi inclinación al mal.
Ve en el repliegue más oculto de mi corazón esas pequeñas maniobras de que me valgo a veces para obtener lo que pido; esas hipocresías inconfesables que empleo para mendigar un elogio; esas faltas de rectitud apenas visibles, que me sirven para contentar mi sensualidad; esos razonamientos capciosos que sostengo conmigo mismo para justificar un acto falto de sinceridad.
Dios lo quiere
Siendo esto así, todo es un bien para mi alma: mis fatigas materiales, el olvido en el cual se me deja, la calumnia que me mancha, la ingratitud que me atormenta, la pobreza que me oprime, la muerte que me arranca de los que amo, el escaso éxito que destruye mis sueños de gloria y de abnegación.
Dios lo quiere; por consiguiente, todo es posible; posible esa separación, ese trabajo, ese acto de humildad, cuyo solo pensamiento me estremece.
Lo que Dios quiere puede hacerse siempre. Con el mandato de obrar, siempre da Dios los medios de acción; para el cristiano la palabra imposible añadida a un mandato de Dios, es una injuria y una blasfemia. Un cristiano ha de procurar siempre la ejecución de lo que se le manda.
Dios lo quiere; por consiguiente, todo es meritorio: la obligación cumplida en la sombra e ignorada de todos; el trabajo despreciado de todos, porque no tiene valor humano, ni procura ninguna gloria; la inacción querida de Dios, y que sólo me atrae humillaciones.
Dios lo quiere; tal era el grito de los cruzados. Un cruzado era un peregrino que se dirigía a la conquista de la Tierra Santa; un peregrino y un combatiente. ¿No somos también nosotros peregrinos y combatientes?
Dios lo quiere. Respondamos con esta exclamación a toda orden que proceda de Dios o del Papa.
«Hay que orar, obrar, renunciarse, privarse; hay que padecer, hay que morir»; Dios lo dice, Dios lo quiere.
Y si en esta lucha desfallece nuestro valor, animemos nuestra alma con este otro grito más sereno, pero no menos enérgico: Dios nos ve.
Oración
¡Oh dulcísima y amabilísima María, dueña de mis pensamientos, consuelo de mi corazón, alegría de mi alma, complemento de mis deseos! yo creo que tú has rogado a tu Hijo por mí, para que me perdonase, y que le has suplicado que me diese su gracia, para salir del camino de perdición que me llevaba al abismo, y tú me has dado estas y otras mil gracias, quitando de mi corazón el amor del siglo, y dándome el de tu Hijo y el tuyo.
Yo no quiero tener en la vida más riqueza que tu sola amistad, ni más gloria que tu amor, ni más recreo que tu devoción, ni más consuelo que tu patrocinio, ni más ocupación que la contemplación de tus virtudes; y cuando llegue la hora de mi muerte, haz, ¡oh Madre amorosa! que mis labios pronuncien tu augusto nombre para dejar este mundo, y que resuene en el borde de mi tumba y lo repita al poner el pie en el horizonte de la eternidad, para que al invocarle tenga la inefable alegría de encontrarme contigo y tomándome tú por la mano, me conduzcas y me presentes a tu Hijo, y le digas: He aquí, Hijo mío, un pecador, a quien yo he salvado de caer en el infierno, perdona a él sus culpas y corona mi amor, y tus dones. Así sea (Martínez y Sáez).