Artículo del día Testigos de Cristo

TESTIGOS DE CRISTO: Santa María Egipcíaca

El monje Zósimo sale de su monasterio hacia el desierto para pasar en él la cuaresma en mayor soledad y penitencia, según la costumbre. Un día ve cerca una figura humana que se aleja. Le da alcance. Sigue una escena conmovedora por su candor.

«¿Qué pretendéis de mí, Zósimo, al mostrar tal empeño en conocer a una miserable pecadora?» Él, postrado de rodillas, rogaba a la penitente que se dignase bendecirle. Ella, profundamente inclinada ante él, le hace la misma petición. Como se prolongaba esa situación, la mujer dijo al monje:

« A ti te toca bendecirme y orar por mí, padre Zósimo; a ti investido de la dignidad sacerdotal, y que desde hace tanto tiempo sirves al santo altar y ofreces el don del sacrificio divino». El monje se admira de que la mujer conociera su nombre y dignidad. Es advertido por luz divina que se encuentra ante una santa. Le dice:

« …Puesto que la gracia responde, no a la dignidad sino a los dones sobrenaturales, bendíceme y ora por mí». Al final accede la mujer: «Bendito sea Dios, que vela por el hombre y por su salvación », y el monje responde: «Amén».

La pecadora

Ella era natural de Egipto. A los doce años había abandonado su hogar paterno y dado a una vida de lujuria que duró diecisiete años, en Alejandría. No lo hacía por afán de lucro, sino por el atractivo del mismo placer. Después de esos años vio pasar hacia Jerusalén una muchedumbre de egipcios y libios. Se acercó y les pidió marchar con ellos, con la intención de continuar allá su mala vida. En Jerusalén continúa por unos días su vida de pecado. Al llegar la fiesta de la Santa Cruz los fieles van en masa a venerar la cruz. María intenta entrar ella también en el templo con los demás, pero ve con terror que una fuerza invisible la detiene en la puerta. Iluminada por la gracia, comprende que su vida escandalosa era la que interponía la mano de Dios para que no profanase con sus crímenes la santidad del templo. En un rincón del atrio llora y se golpea el pecho entre exclamaciones de contrición y súplicas a la Madre del Crucificado. Después de esto ya puede entrar en el santuario y adorar la Cruz. Amonestada por la Virgen María, decide a pasar el resto de su vida en los desiertos que se extienden al otro lado del Jordán. Se confiesa, comulga, y marcha al yermo. Contará cuarenta y siete años de vida solitaria, entregada a Dios, alimentada con hierbas y raíces del campo, entre terribles penitencias corporales y espantosos asaltos del demonio.

El día del Jueves Santo siguiente a su encuentro, Zósimo le traerá el misterio eucarístico, en cuyas ansias se consume. Ella se postra para recibir la Comunión y le pide que vuelva al año siguiente. Así lo hizo el monje. Allí encontró el cadáver de María. A su lado había este letrero:

« Entierra, Padre Zósimo, en este lugar el cuerpo de la miserable María,  devolviendo el polvo al polvo y rogando al Señor por mí, que fui presa de la muerte aquella noche misma de la pasión del Señor, después de haber recibido el alimento divino y místico». Acudió un león de improviso, que ayudó al monje a cavar un hoyo para enterrarla.

La historia de María Egipcíaca, cuya tumba está abandonada en el yermo palestinense, muestra la concepción anacorética femenina de aquella época. Las ansias de emular las proezas de los monjes más radicales latían en muchos corazones femeninos. Hechizadas por alcanzar la perfección suprema que quiere Dios, llevaron esta vida a la práctica, como Ta’is, María Egipcíaca y Pelagia, agradecidas por el don de la conversión.

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