Su vida exterior no tiene aventuras extrañas. Su vida surge como magnífica proyección de un plan fiel mente conseguido, ordenado y claro. Es castellano. Después de su conversión lleva una vida de penitencia en la casa paterna. Se decide ir a las indias, pero la obediencia le obliga a renunciar a aquella aventura.
El joven sacerdote, desde entonces, se dedica a predicar, para salvar almas. Esta será su única empresa.
Así era la jornada de un santo
Se le ve orar dos horas al amanecer; después celebra la Misa, solemne y lenta (y con todo, decía: «Quisiera poder decir algún día bien una Misa»). Después reanudaba la oración. Cuatro horas de audiencia a los que quisieran tratar con él los asuntos de su espíritu. Por la tarde, otras cuatro horas de oración, preparaba sermones o escritos, y cuatro horas de sueño. En su jornada no hay más prisas ni más asuntos que los de Dios. Estas largas horas ante el Santísimo Sacramento «son más para oír que para hablar«. No tiene éxtasis ni revelaciones, sino una larga mi rada de amor a Dios, porque «Cuando me acuerdo del Sacramento, se me quita todo deseo de cuanto hay sobre la tierra«. Ora con fidelidad y delicadeza. Con esta experiencia de paz, se comprende bien que luego se dirija a los oyentes, absortos, con estas palabras: «Mujercita, ¿Cómo puedes vivir sin oración? Labrador, ¿Cómo puedes vivir sin oración?
Su predicación.
San Juan ora y predica. Su palabra iluminó toda Andalucía. Predica como San Pablo, a quien tomó como modelo; cuando le preguntan acerca de su método, responde: «Para hacerlo bien sólo hay un método: amar mucho a nuestro Señor ». Su elocuencia estaba tanto en su fervor como en su verdad. Iba al púlpito templado por la oración.
Fue un predicador fecundo, hábil y sencillo. Sabía llegar directamente al alma de los oyentes por medio de un lenguaje llano y repleto de imágenes y comparaciones sacadas de la vida ordinaria. Sus te mas eran el amor a Dios, pero un amor cargado de lucha implacable contra los defectos y pecados, la meditación de la Pasión de Jesús, el huir de las ocasiones, el examen de con ciencia, los ayunos y silencios, la guarda de los sentidos y los sacramentos.
Un ejemplo del apostolado de Juan de Ávila fue una misión en Córdoba, ciudad en la que la corrupción llenaba todas las clases sociales: la juventud se daba a los placeres, la nobleza al lujo desenfrenado, el pueblo llano al juego… En cuanto llega, el santo rechaza la rica casa que le ofrecen y escoge una habitación del hospital que daba a la capilla. Antes de acabar la misión, hubo un cambio completo en la ciudad, y tiene que distribuir su tiempo entre el confesonario y el púlpito. «Acostumbro a golpear el hierro cuando está caliente: por eso acabo siempre mis predicaciones exhortando a la purificación penitencial».
Fue acusado, por ciertos envidiosos, a la Inquisición, por que hacía imposible a los ricos el poder salvarse. No rechazó a los testigos falsos, no se defendió de las calumnias, y cuando fue declarado inocente, volvió a predicar inmutable y sin resentimiento.
Se adelanta a su siglo fundando y organizando colegios para sacerdotes y para la juventud. Encaminó a sus mejores discípulos a la Compañía de Jesús, bello rasgo de generosidad. Director espiritual lleno del don de Consejo, dirige y aconseja a grandes santos: Francisco de Borja, Juan de Dios, Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola… Encaminó a muchos jóvenes a la santidad por medio de la vida contemplativa. Tenía un corazón singular: «para ser padre -decía- para serlo de todos estos hijos, se requiere un corazón de carne y un corazón de hierro».
Murió tan bella y sencillamente como había vivido, en Montilla, el año 1569.