San Camilo fue un Serafín de Caridad en carne humana. Dios le confió la misión de fundar una Orden de caridad y sacrificio con los enfermos; se enternecía solo de verlos, y auxiliaba a cualquier pobre, por asquerosa que fuera su enfermedad. Les daba de comer con gran amor y reverencia, pues miraba en cada uno de ellos a Jesucristo. Se le encontró una vez arrodillado y besando las llagas de uno de los pobres enfermos del hospital como si fueran bellas flores, y decía: «Señor mío, alma mía, regalo de mi corazón, ¿Qué más pue do hacer por tu servicio?» y enseñaba a sus religiosos, ante el lecho de uno de sus enfermos: «Hijos míos, estas son las flores y preciosísimas perlas con que hemos de coronarnos en el cielo si dejamos de tener horror a semejantes miserias».
Había nacido en el año 1550. Camilo tenía un carácter batallador, resuelto, impetuoso y tenaz. A los diecisiete años era un joven soldado empobrecido por el vicio del juego, y enfermo de una llaga en la pierna que le duraría toda su vida. Alguien le sugirió ir a Roma para curarse, al hospital de Santiago. Tras restablecerse Camilo pasaba su juventud entre batallas, juego y mendicidad.
Después se empleó de peón de construcción en un convento de los capuchinos. Tocado por la gracia se convirtió de su mala vida e ingresó en aquel convento a los veinticinco años. La antigua llaga de su pierna se reabrió. Volvió al hospital de Roma, pero dando ejemplo de humildad y oración.
Aquel centro se distinguía por el poco cuidado que los enfermos recibían. Camilo, nombrado mayordomo, reúne a su alrededor un grupo de hombres que quieren consagrarse al cuidado amoroso de aquellos seres tan abandonados. Pero no fue comprendido: y todos acabaron despedidos del hospital. El grupo no se disolvió. Se instalaron en una pobre casita, y trabajaron en otro centro: el Hospital del Espíritu Santo. No tienen comparación los «macabros» hospitales de entonces con los de ahora: personal mal pagado, falta total de higiene y de ventilación, el triste estado de abandono que sufrían los enfermos, aún peor si estaban desahuciados y moribundos, los malos tratos, etc. Su labor fue realmente heroica. A este ministerio los «Ministros de los enfermos» (como se llamaban los religiosos de San Camilo) incluyeron el de los encarcelados y el de los moribundos en sus propias casas, que no estaban mejor que los del hospital.
La medicina no estaba avanzada, y las . epidemias eran frecuentes (peste, cólera y otras) y aterrorizaban a la sociedad.
Los nuevos religiosos tuvieron que hacer frente a esta oleada de epidemias, sin merma de su entrega a pesar de ver que la muerte les diezmaba también a
ellos. La Orden se extendió a otras ciudades, donde la solicitaban (Nápoles, Milán, Génova…).
Nadie llevaba ventaja a Camilo en caridad y entusiasmo, quien reservaba para sí lo más humillante y penoso. No le faltaron penas, como a todos los santos. Se presentaron obstáculos a que su obra se desarrollara según la inspiración que él, como fundador, había recibido de Dios. Él debía cuidar, y así lo hizo, con humildad y firmeza, de que la inspiración recibida se realizara. También él estuvo enfermo: de la pierna, de la hernia, un estómago inapetente… lo que no le impidió pasar sus días con sus enfermos, con innumerables anécdotas de caridad para con ellos. Toda esta fuerza la recibía en la mucha oración a los pies del crucifijo. Murió consumido de trabajo en 1614.
No hay nada más sencillo que su vida y ascética. Se basa en este principio evangélico: El Señor muestra que el prójimo es imagen suya, y anuncia que en el juicio final premiará como hecho a Él mismo lo que se haya hecho a los pobres. En consecuencia, hay que servir a los pobres por Dios, sin poner límite alguno.