Un sacerdote que sentía latir en su corazón, ardiente y profundo, el celo por la salvación de las almas, se ofrecía sencilla, pero enérgicamente a Dios cada mañana, y le decía:
«Dios mío, os faltan obreros; hacedme la gracia de serviros de mí.
Lo que soy, lo que tengo, lo que sé, lo que puedo, vuestro es, tomadlo.
Enviadme almas!
Quiero ser bueno para ellas, oh Dios mío; bueno para escucharlas, bueno para tranquilizarlas, bueno para aconsejarlas, bueno sobre todo para conducirlas a Vos y para hacer que os amen.
Hágase mi trabajo en la sombra, oculto a las miradas; hágase en el silencio, lejos de los aplausos; hágase aun en el olvido de mi propia persona; lo acepto, oh Dios mío, pero que sea real, que pueda en lo íntimo de mi corazón oír que me decís: Me eres útil.»
Este sacerdote iba con frecuencia, durante el día, a arrodillarse ante el Tabernáculo, con su rosario en la mano, repitiendo cada vez su ofrenda y esperando a las almas. Pero las almas pasaban de largo.
Cierto día en que el abatimiento era muy grande, y en que las lágrimas más abundantes y más amargas corrían, a pesar suyo, silenciosas por las mejillas, creyó oír la voz de Dios que le decía:
¿Crees tú que esa ofrenda tan sincera, tan franca, tan completa de todas tus facultades, de todos tus miembros, de todos tus sentidos, de todas tus fuerzas; crees tú que ese deseo, tan ardiente de consumir en honra mía tu vida entera me deja insensible?
¡Ah, cuán poco me conoces!
¡Ah, cuán mal me juzgas!
¡Ah!, ¡cuán poco conoces la extensión, la profundidad, la inmensidad de mi amor!
¿Crees tú que te he creado como un ser inútil?
¿Crees tú que tu oración no llega hasta mí, y que no me conmuevo al escucharla?
No encamino a ti las almas, pero te envío a las almas, sin que nada lo muestre al exterior.
Tus deseos de glorificarme, tus sacrificios, tu humillación, tu desamparo, el abandono en que te ves, el desprecio del que te crees rodeado y que aceptas, no sin el estremecimiento y sin lágrimas, pero sin murmurar, son fuente fecunda, que va a difundirse en las almas y les da, con más abundancia que tus palabras en el confesonario o en el púlpito, gracias de contrición, gracias de piedad, gracias de amor de Dios y de fortaleza.
También lo son para los sacerdotes que dirigen y predican la unión divina, penetrando las almas que los escuchan y conducen a mí.
Estos sacerdotes hablan, pero si su palabra tiene la eficacia que ves por efecto, se debe a tu oración humilde y sumisa, a tu dolor piadosamente soportado, a tu humillación generosamente aceptada.
El sacerdote sintió que una savia divina le vivificaba, le transformaba, le engrandecía. Una alegría muy suave se difundió por todo su ser, y desde entonces cada vez que pasaba por su lado un sacerdote o un alma, se recogía como para beber en el depósito de su corazón, y con su rosario en la mano, oraba.
Mons. Adriano Sylvain