La segunda mitad del siglo XIX fue dolorosísima para la Iglesia, pero Dios llenó la tierra de grandes Santos. Nombraremos sólo dos que vienen a nuestro caso. Uno de ellos fue san Antonio Mª Claret que en su autobiografía nos proyecta la idea del infierno.
«Las primeras ideas de que tengo memoria son que cuando tenía algunos cinco años, estando en la cama, en lugar de dormir, yo siempre he sido muy poco dormilón, pensaba en la eternidad, pensaba, siempre, siempre, siempre; yo me figuraba unas distancias enormes, a éstas añadía otras y otras, y, al ver que no alcanzaba al fin, me estremecía y pensaba: los que tendrán la desgracia de ir a la eternidad de penas, ¿jamás acabarán el penar, siempre tendrán que sufrir? ¡Sí, siempre, siempre tendrán que penar!
Esto me daba mucha lástima, porque yo, naturalmente, soy muy compasivo. Y esta idea de la eternidad de penas quedó en mí tan grabada, que ya sea por lo tierno que empezó en mí o ya sea por las muchas veces que pensaba en ella, lo cierto es que es lo que más tengo presente. Esta misma idea es la que más me ha hecho y me hace trabajar aún, y me hará trabajar mientras viva, en la conversión de los pecadores, en el púlpito, en el confesonario, por medio de libros, estampas, hojas volantes, conversaciones familiares, etc.
La razón es que, como yo, según he dicho, soy de corazón tan tierno y compasivo que no puedo ver una desgracia, una miseria que no la socorra, me quitaré el pan de la boca para dar al pobrecito y aun me abstendré de ponérmelo en la boca para tenerlo y darlo cuando me lo pidan, y me da escrúpulo el gastar para mí recordando que hay necesidades que remediar; pues bien, si estas miserias corporales y momentáneas me afectan tanto, se deja comprender lo que producirá en mi corazón el pensar en las penas eternas del infierno, no para mí, sino para los demás que voluntariamente viven en pecado mortal.
Yo me digo muchas veces: Es de fe que hay cielo para los buenos e infierno para los malos; es de fe que las penas del infierno son eternas; es de fe que basta un solo pecado mortal para hacer condenar un alma, por razón de malicia infinita que tiene el pecado mortal, por haber ofendido a un Dios infinito. Sentados esos principios certísimos, al ver la facilidad con que se peca, con la misma con que se bebe un vaso de agua como por risa y por diversión; al ver la multitud que están continuamente en pecado mortal y que van caminando a la muerte y al infierno, no puedo tener reposo.
Ni sé comprender cómo los otros sacerdotes que creen en estas mismas verdades que yo creo y todos debemos creer, no predican ni exhortan para preservar a las gentes de caer en los infiernos.
Y aun admiro cómo los seglares, hombres y mujeres que tienen fe, no gritan y me digo: Si ahora se pegara fuego a una casa y, por ser de noche, los habitantes de una misma casa y los demás de la población están dormidos y no ven el peligro, el primero que lo advirtiese, ¿no gritaría, no correría por las calles gritando: ¡Fuego, fuego! en tal casa? Pues ¿por qué no han de gritar fuego del infierno para despertar a tantos que están aletargados en el sueño del pecado, que cuando se despertarán se hallarán ardiendo en llamas del fuego eterno?
Esa idea de la eternidad desgraciada que empezó en mí desde los cinco años con muchísima viveza y que siempre más la he tenido muy presente, y que, Dios mediante, no se me olvidará jamás, es el resorte y aguijón de mi celo para la salvación de las almas.
A este estímulo, con el tiempo se añadió otro que después explicaré, y es el pensar que el pecado no sólo hace condenar a mi prójimo, sino que principalmente es una injuria a Dios, que es mi Padre. ¡Ah!, esta idea me parte el corazón de pena y me hace correr como… Y me digo: Si un pecado es de una malicia infinita, el impedir un pecado es impedir una injuria infinita a mi Dios, a mi buen Padre.
Si un hijo tuviese un padre muy bueno y viese que, sin más ni más, le maltratan, ¿no le defendería? Si viese que a este buen padre inocente le llevan al suplicio ¿no haría todos los esfuerzos posibles para librarle, si pudiese? Pues ¿qué debo hacer yo para el honor de mi Padre, que es así tan fácilmente ofendido e, inocente, llevado al calvario para ser de nuevo crucificado por el pecador, como dice San Pablo? ¿El callar no sería un crimen? ¿El no hacer todos los esfuerzos posibles no sería…? ¡Ay Dios mío! ¡Ay Padre mío! Dadme el que pueda impedir todos los pecados, a lo menos uno, aunque de mí hagan trizas.
Igualmente me obliga a predicar sin parar el ver la multitud de almas que caen en los infiernos, pues que es de fe que todos los que mueren en pecado mortal se condenan. ¡Ay! Cada día se mueren ochenta mil personas (según cálculo aproximado), ¡y cuántas se morirán en pecado y cuántas se condenarán! Pues que tal es la muerte según ha sido la vida.
Y como veo la manera con que viven las gentes, muchísimas de asiento y habitualmente en pecado mortal, no pasa un día que no aumenten el número de sus delitos. Cometen la iniquidad con la facilidad con que beben un vaso de agua, como por juguete y por risa obran la iniquidad. Estos desgraciados, por sus propios pies, marchan a los infiernos como ciegos, según el Profeta Sofonías: Caminaron como ciegos porque pecaron contra el Señor.
Si vosotros vierais a un ciego que va a caer en un pozo, en un precipicio, ¿no le advertiríais? He aquí lo que yo hago y que en conciencia debo hacer: advertir a los pecadores y hacerles ver el precipicio del infierno al que van a caer. ¡Ay de mí si no lo hiciera, que me tendría por reo de su condenación!
Quizás me diréis que me insultarán, que los deje, que no me meta con ellos. ¡Ay, no, hermanos míos! No les puedo abandonar; son mis queridos hermanos. Decidme: Si vosotros tuvierais un hermano muy querido enfermo, y que por razón de la enfermedad estuviera en delirio, y en la fuerza de la fiebre os insultara, os dijera todas las perrerías del mundo, ¿le abandonaríais?
Estoy seguro de que no. Por lo mismo, le tendríais más lástima y haríais todo lo posible para su salud. Este es el caso en que me hallo con los pecadores. Los pobrecitos están como delirantes. Por lo mismo, son más dignos de compasión, no los puedo abandonar, sino trabajar por ellos para que se salven y rogar a Dios por ellos, diciendo con Jesucristo: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen ni lo que dicen.
Cuando vosotros veis a un reo que va al suplicio, os da compasión. Si le pudierais librar, ¡cuánto no haríais! ¡Ay, hermanos míos! Cuando yo veo a uno que está en pecado mortal, veo a uno que cada paso que va dando, al suplicio del infierno se va acercando; y yo que veo al reo en tan infeliz estado, conozco el medio de librarle, que es el que se convierta a Dios, que le pida perdón y que haga una buena confesión. ¡Ay de mí si no lo hiciera!
Quizá me diréis que el pecador no piensa en infierno, ni siquiera cree en infiernos. Tanto peor. Y que ¿por ventura pensáis que por esto dejará de condenarse? No por cierto; antes bien es una señal más clara de su fatal condenación, como dice el Evangelio: “El que no crea será condenado”. Y, como dice Bossuet, esta verdad es independiente de su creencia; aunque no crea en el infierno, no dejará por esto de ir, si tiene la desgracia de morir en pecado mortal, aunque no crea ni piense en el infierno.
Os digo con franqueza que yo, al ver a los pecadores, no tengo reposo, no puedo aquietarme, no tengo consuelo, mi corazón se me va tras ellos, y para que vosotros entendáis algún tanto lo que me pasa, me valdré de esta semejanza. Si una madre muy tierna y cariñosa viera a un hijo suyo que se cae por una ventana muy alta o se cae en una hoguera, ¿no correría, no gritaría: hijo mío, hijo mío, mira que te caes?
¿No le agarraría y tiraría por detrás si le pudiera alcanzar? ¡Ay, hermanos míos! Debéis saber que más poderosa y valiente es la gracia que la naturaleza. Pues si una madre, por el amor natural que tiene a su hijo, corre, grita y agarra a su hijo y le tira y le aparta del precipicio: he aquí, pues, lo que hace en mí la gracia.
La caridad me urge, me impele, me hace correr de una población a otra, me obliga a gritar: ¡Hijo mío, pecador, mira que te vas a caer en los infiernos! ¡Alto, no pases más adelante! Ay, cuantas veces pido a Dios lo que pedía santa Catalina de Siena: Dadme, Señor, el ponerme por puertas del infierno y poder detener a cuantos van a entrar allá y decir a cada uno: ¿Adónde vas infeliz? ¡Atrás, anda, haz una buena confesión y salva tu alma y no vengas aquí a perderte por toda la eternidad!
Otro de los motivos que me impelen en predicar y confesar es el deseo que tengo de hacer felices a mis prójimos.
¡Oh, qué gozo tan grande es el dar salud al enfermo, libertad al preso, consuelo al afligido y hacer feliz al desgraciado! Pues todo esto y mucho más se hace con procurar a mis prójimos la gloria del cielo. Es preservarle de todos los males y procurarle y hacer que disfrute de todos los bienes, y por toda la eternidad. Ahora no lo entienden los mortales, pero, cuando estarán en la gloria, entonces conocerán el bien tan grande que se les ha procurado y han felizmente conseguido. Entonces cantarán las eternas misericordias del Señor y las personas misericordiosas serán por ellos bendecidas.»