Artículo del día Testigos de Cristo

TESTIGOS DE CRISTO: Bernardita Soubirous

«¡Yo no he mentido jamás!» decía la niña, y esto tuvo que repetirlo muchas veces a lo largo de su vida. Miles de ojos escrutadores, miles de oídos estuvieron pendientes de ella para sorprenderla en una contradicción, una exageración o una mera vacilación, pero no lo lograron. Todos tuvieron que rendirse ante su sinceridad cristalina y su absoluto candor.

¿Por qué tanta atención sobre la hija mayor de unos pobres molineros, nacida en Lourdes, un pueblecito de los Pirineos franceses? Porque ella había visto a la Virgen. Era la mayor de 9 hermanos: de salud endeble. Fue favorecida, cuatro años después de la definición dogmática de la Inmaculada Concepción, con dieciocho apariciones de la Virgen. Acogió su mensaje con el encargo de transmitirlo a la Iglesia. La Señora era muy joven, con un vestido y un velo blanco que le llegaban a los pies. La faja era azul, y llevaba un rosario. Estaba rodeada de luz.

«No te prometo hacerte feliz en este mundo sino en el otro» le había dicho. En otras apariciones pidió penitencia y oración por los pecadores, o mostró el lugar del nacimiento de una fuente milagrosa, o reclamó la erección de una capilla a donde se acuda en procesión. El día de la Anunciación manifestó su nombre: la “Inmaculada Concepción».

Bernardita tuvo que sufrir mucho durante los interrogatorios que se realizaron por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas, pero al fin el Obispo de Tarbes dio su dictamen: la niña no mentía, las apariciones eran verdaderas, y él autorizaba el culto a la Virgen de Lourdes.

Cómo se hizo santa

Fue santa porque supo llevar una vida de inmolación tan oculta como perfecta. Esto fue lo que la santificó. Las apariciones solo fueron la ocasión de que el Señor se sirvió para prepararla.

Mientras se estudiaban las apariciones, Bernardita vivió en el hospicio con las Hermanas de la Caridad y de la Instrucción Cristiana de Lourdes. Allí brotó su vocación. En 1866 Bernardita se trasladó al convento que las Hermanas tenían en Nevers. En su nueva vida se le impuso silencio sobre las apariciones. Obedeció; fue una religiosa más: modesta, amante de la pobreza, alegre, trabajadora a pesar de estar tan enferma, piadosa y caritativa.

La Inmaculada cumplió su promesa de no hacerla feliz en la tierra sino en el cielo. Sor María Bernarda sufrió en el cuerpo: la enfermedad fue su constante compañera. Sufrió en el espíritu, con algo que la gente seglar apenas puede valorar: tenía la sensibilidad de una joven delicada de salud y viviendo vida común, soportó desde el principio la aversión de su Maestra de novicias, de quien recibía continuas humillaciones e incomprensiones. Junto a esto, una prueba de desolación y abandono, y un dolor profundo, mayor que los ahogos físicos, con que Dios purificó su alma. Así fue año tras año, a lo largo de su ejemplar vida religiosa.

La gracia siempre está sujeta a una naturaleza humana. Dios le dejó sus debilidades e imperfecciones (terquedad, impaciencia, vivacidad, susceptibilidad) para protegerla de los asaltos del orgullo. Si perdía la paciencia, estaba pronta a pedir perdón; y no dejaba que la terquedad perjudicase al respeto y sumisión. La santidad no se mide en antipatías o no, sino en el grado de amor, por eso la santidad de Bernardita está en haber alcanzado, a pesar de su rudeza e ignorancia, el más profundo amor.

Tuvo al final un poco de alivio: se nombró una superiora general mucho más comprensiva con ella, y se le permitió hablar con el confesor que tuvo en la época de las apariciones. La muerte se llevó el 16 de abril de 1879, a los treinta y cinco años, a esta «ignorante hija de unos pobres molineros, que por toda riqueza poseía solamente el candor de su alma exquisita».

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