Una dama de la alta sociedad, que se preciaba de cristiana y caritativa, visitaba a sus vecinos pobres, entre los cuales se hallaba una joven enferma que tenía las mejillas demacradas, los pómulos salientes; profundas ojeras rodeaban los hundidos ojos, de mirada sombría y febril y una tos desgarradora sacudía el delicado cuerpecito.
-¡Cómo, hija mía! ¿En dónde ha cogido usted ese gran resfriado?
-¡Oh, señora!- contestó la madre; -mi pobre hija no es responsable de su mal…
-Pero ¿en qué circunstancias?
-Verá usted.: mi hija trabaja en un taller de modista; estamos en plena temporada, por lo cual ha de trabajar cada día desde las ocho de la mañana hasta las diez o las once de la noche. Esto ya era superior a sus fuerzas…
-Pero debía haberse negado…
-¿Y comer, señora? Ah,¡Uds. no saben lo que esto significa!
Y tras un momento de silencio para reprimir un sollozo, añadió:
-¡Si no hubiera sido por eso!… Con todo, hubiera resistido todavía, no haber sido por un encargo urgentísimo, que llegó el jueves último para el lunes. Un vestido que era absolutamente preciso. Ya sabe Ud. que las clientes no tienen consideración alguna. Fue necesario velar hasta las tres de la madrugada. La estufa estaba al rojo; cuando mi hija salió del taller, fatigada, sin fuerzas para nada, sintió frío… al entrar, se puso a toser… Y ya ve Ud. cómo está mi pobre hija….
-Pero si esto es abominable -exclamó la buena señora; compadezco de veras la persona que lleve tal vestido.
A estas palabras, un estremecimiento indefinible recorrió los labios de la enfermita; sacó penosamente de debajo de las sábanas una mano descarnada, y señalando el hermoso vestido verde de la visitante, dijo pausadamente, con tristísima sonrisa:
-¡Pero si es el que lleva usted!