El sentimentalismo muelle, afirma Jaime Balmes, “se esfuerza en divinizar el goce, busca una excusa a todas las acciones perversas, califica de deslices los delitos, de faltas las caídas más ignominiosas, de extravíos los crímenes, procura desterrar del mundo toda idea severa, ahoga los remordimientos y ofrece al corazón humano un solo ídolo, el placer; una sola regla, el egoísmo.
El error no destruye la realidad.
La existencia del infierno no se aviene con tanta indulgencia; pero el error de los hombres no destruye la realidad de las cosas; si el infierno existía en tiempo de nuestros padres, existe todavía en el nuestro, y en nada inmutan el hecho ni la austeridad de los pensamientos de los antepasados ni la indulgencia ni la molicie de los nuestros. Cuando el hombre se separe de esta carne mortal se encontrará en presencia del supremo Juez, y allí no llevará por defensor el mundo. Estará solo, con su conciencia desplegada, patente a los ojos de Aquel a cuya vista nada hay invisible, nada que pueda ocultarse.
Estas reflexiones sobre la relación entre el carácter del desarrollo del espíritu humano en este siglo y las ideas que han cundido en contra de la eternidad de las penas son susceptibles de muchas aplicaciones a otras materias análogas. El hombre ha creído poder cambiar y modificar las leyes divinas del modo que lo hace con la legislación humana, y como que se ha propuesto introducir en los fallos del soberano Juez la misma suavidad que ha dado a los de los jueces terrenos. Todo el sistema de legislación criminal tiende claramente a disminuir las penas, haciéndolas menos aflictivas, despojándolas de todo lo que tienen de horroroso, y economizando al hombre padecimientos tanto como es posible. Más o menos, todos cuantos en esta época vivimos estamos afectados de esta suavidad: todo cuanto trae consigo una idea horrorosa o aflictiva es para nosotros insoportable, y se necesitan todos los esfuerzos de la filosofía y todos los consejos de la prudencia para que se conserven en los códigos criminales algunas penas rigurosas. Lejos de mí el oponerme a esta corriente, y ojalá fuera hoy el día en que la sociedad no hubiese menester para su buen orden y gobierno el hacer derramar sangre ni lágrimas; pero quisiera también que no se abusase de este exagerado sentimentalismo, que se notase que no es todo filantropía lo que bajo este velo se oculta, y que no se perdiese de vista que la humanidad bien entendida es algo más noble y elevado que aquel sentimiento egoísta y débil que no nos permite ver sufrir a los otros, porque nuestra flaca organización nos hace partícipes de los sufrimientos ajenos. Tal persona se desmaya a la vista de un desvalido, y tiene las entrañas bastante duras para no alargarle una pequeña limosna. ¿Qué son en tal caso la sensibilidad y la humanidad? La primera, un efecto de la organización; la segunda, puro egoísmo.
¡Y NO HABLEMOS DEL ABORTO!