Desde hace un año, se halla tendida en la cama, sin poder, por sí sola, hacer el menor movimiento; cuando la vi por vez primera, a una luz más divina, me pareció la enferma de cáncer, de que habla de Maistre, la cual, con su mansedumbre, con su inalterable sonrisa, conducía a Dios a cuantos se acercaban a ella.
¡Oh! esta enferma que a casi cada instante, tenía en sus labios un mudo estremecimiento, indicio de un dolor que la penetraba como la punta de una aguda espina, ofrecía en su rostro, pálido, flaco, desfigurado, una expresión de paz, de sumisión, de alegría, fiel reflejo de la piadosa vida de su alma.
-¿Padeces mucho, hija mía?
-¡Oh, sí! -exclama ella.
Y añade algo más bajo, como si sólo de Dios hubiera querido ser oída: ¡Es tan bueno padecer!
-¿Bueno, hija mía? ¿Cómo puedes decir esto?
-Porque es verdad. Siento, sé, estoy segura de que, por cada uno de mis dolores, Dios Nuestro Señor concede a un alma culpable una gracia de conversión.
Siento, sé, estoy segura de que cada una de mis llagas, por las cuales se exhala una parte de mi vida, exhala también de su alma culpable, parte de las penas que debería padecer, que, gracias a mí, llama a Dios, y Dios la perdona…
Ignoro si mi pensamiento es enteramente exacto, pero me considero como un exutorio para la casa que me ha recogido y en la cual soy cuidada con tanta caridad; un exutorio por donde, poco a poco, hora por hora, sale, con mis dolores, el mal que corrompía las almas y los corazones.
Me parece que desde que padezco, Dios me ha sugerido la idea de padecer por los demás: Dios es más amado en la casa, los pecados son en ella menos frecuentes y menos graves.