Una sola cosa es necesario: salvar el alma. Poco importa todo lo demás. Imitemos a los Santos. A su alrededor todos gritan: “Queremos la tierra”. Sólo ellos exclaman: “Queremos el Cielo”.
Un sacerdote suplicaba a un joven que volviera a la obediencia de sus padres y a las prácticas de la religión. El desgraciado inclinó la cabeza, y con voz confusa exclamó: “Quisiera ser perro”. “¿Qué dices? Replicó espantado el sacerdote. “Si fuese perro, haría el mal a mi gusto, sin remordimiento”
¡Cuánta razón tenía este desgraciado muchacho! La conciencia deja oír su voz. Es preciso sofocarla. El muchacho sabía que el espíritu del perro no sobrevive. También el joven hubiera querido que su alma hubiera desaparecido con la muerte del cuerpo.
Pero no es honesto ni se nos permite engañarnos: tenemos un alma inmortal que, al morir, permanecerá o para la gloria o para confusión sempiterna.
Sabemos que esta doctrina choca contra las enseñanzas materialistas que impregnan toda la Tierra. Todo se contrae al bienestar corporal. A vivir que son dos días…Hoy, a diferencia de los grandes pensadores medievales, nadie recomienda la lectura del Kempis centrado en el alma. Hoy rezamos para la ecología, para la protección de los animales…Y ¿las almas? “Bah, contesta un entendido, de las almas ya se ocupa Dios. Nosotros los hombres debemos ocuparnos de la Tierra. A cada uno lo suyo…”
Lo dudo. No creo que la Iglesia católica fundada por el Espíritu Santo con los mimbres que dejó Jesús, Hijo de Dios, haya estado errada durante veinte siglos.
Jaime Solá Grané