La relajación introducida en todos los niveles de la Iglesia produce frutos amargos. Ya casi nadie quiere oír hablar de cilicios, disciplinas, ayunos, y en general de cualquier tipo de instrumento de penitencia. Y ¡luego aún hay quien se sorprende de que muchos miembros de la clerecía, incluso muy altos, caigan en pecados de la carne! Juan Bautista, santificado por Jesús en el seno de Isabel, “vestía un manto de pelo de camello, con un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel de abeja silvestre”.
San Jerónimo escribe: Los ardientes y encendidos deseos de la carne se han de refrenar y apagar con vigilias y ayunos, con penitencias y asperezas”. Así lo hacía él. San Hilarión siendo fatigado de tentaciones de carne y de pensamientos torpes, se airaba con su cuerpo y le decía: “Yo te haré, asnillo, que no tires coces, porque te quitaré la cebada y te daré solamente paja; te he de matar de hambre y de sed, te pondré cargas pesadas, te he de fatigar con calores y hielo, para que así pienses antes en la comida que en la lascivia”.
En las Crónicas de la Orden franciscana se pregunta por qué san Juan Bautista siendo Santo desde el vientre de su madre, se fue al desierto e hizo allí tan estrecha penitencia. Y se contesta con una pregunta: ¿por qué a la carne estando fresca se le hecha sal? Porque mejor se conserve y no se corrompa. Así Juan Bautista se saló con la penitencia porque su santidad se conservase mejor sin alguna corrupción de pecado.
Si en tiempos de paz, o sea antes de sentir estas tentaciones, ya conviene usar este ejercicio de penitencia ¡cuánto más convendrá en tiempo de guerra! Santo Tomás dice, trayéndolo de Aristóteles, que del castigo se dijo castidad, porque con el castigo del cuerpo se ha de refrenar el vicio contrario… Y aun suponiendo que de este tratamiento de mortificación se siguiese alguna flaqueza de la salud corporal, la respuesta es clara: más vale que duela el estómago que el alma, mejor es que tiemblen los pies de flaqueza que no vacile el alma por la castidad. Aunque siempre es necesaria la discreción. Se tiene que valorar las fuerzas físicas de cada uno y los peligros de la tentación.
Los santos han sido heroicos en este tema: san Benito se revolcaba entre zarzas para matar el deleite con el dolor. San Pedro Damián, para extinguir el ardor de la sangre, se sumergía en agua helada.
Royo Marín insiste en la mortificación en cosas lícitas.
“En la lucha contra la propia sensualidad la primera precaución es la de no llegar jamás al borde o límite de las satisfacciones permitidas”. Porque “pronto harán lo que no está permitido los que hacen todo lo que está permitido” (Clemente de Alejandría).El que quiera mantenerse lejos del pecado de la lujuria tiene que romper con las satisfacciones que deleitan los ojos, el gusto, el tacto.
San Juan Bosco exigía templanza en la comida, en la carne y beber vino. A excesos sobre esto achacaba la inmoralidad del país, “No olvidéis, decía, que gula y castidad no pueden ir juntas. Si falta la sobriedad tienta el demonio y se cae en muchos pecados.” El Santo consideraba que era muy difícil enmendarse del pecado de la gula tan contrario a la castidad. “Cuando uno se deja dominar por este vicio no hay resolución ni propósito que valga: es demasiado difícil la enmienda.”