Artículo del día Para vivir feliz

LO QUE PUEDE UNA MADRE ANTE DIOS

Allá, en una casucha, lejos del ruido de la ciudad, se halla tendido sobre miserable lecho un joven de veinte años.
Está inmóvil, silencioso, estragado por la enfermedad de sus pasiones; sus ojos, en gran manera abiertos, brillan con fuego siniestro.
Todo lo que le resta de vida está concentrado en sus pupilas, ardientes, y sombrías.
El aposento donde se halla, sin indicar pobreza, manifiesta escasez.
En un rincón, un armario de madera, falto de pintura y algo desvencijado; a uno y  otro lado algunas sillas de paja. En las paredes blanqueadas, un espejito, y frente al moribundo una imagen de colores que representa a Cristo en la cruz con el corazón traspasado, coronado de llamas y de espinas, como se apareció a Santa Margarita Alacoque.

Las miradas del joven, fijas en este Sagrado Corazón, le arrojan rayos de odio, blasfemias mudas y terribles; se diría que son resplandores del infierno. Una pobre mujer, su madre, de pie a su lado, lo mira con los ojos hinchados de lágrimas, que se deslizan lentamente.

Entre este crucifijo y su hijo agonizante, recuerda esta mujer la Dolorosa entre Jesús en la cruz y el mal ladrón.

Ruega al uno y suplica al otro que tengan compasión de ella. Cristo la escucha; escucha siempre, aunque no siempre conceda. El mal hijo se calla con afrentoso silencio, peor que una mortal injuria.

-Por Dios, pide perdón al Señor…

Nada.

-Dame por lo menos el dulce nombre de madre, que me rehúsas obstinadamente desde hace tantos años.

Esta vez, el moribundo la mira, abre la boca y juntando sus fuerzas, le dice con el acento de un condenado:

-¡No!

La desgraciada madre echa a la imagen del Salvador una mirada de desolación y de reproche, la mirada del inocente que, condenado por los hombres, apela a la justicia de Dios. Luego, se cubre la cabeza con un manto y sale.

Corre a la iglesia vecina, llega en el momento de la Consagración. El sacerdote tiene elevada entre sus manos juntas la hostia consagrada. Se abisma en ferviente plegaria, mezcla de desesperación y de confianza, de lucha y de resignación, de muerte y de vida; luego, súbitamente, iluminada por una sublime inspiración, sustituyendo a su hijo, hablando en su nombre, exclama con el buen ladrón en la cruz: Señor; acuérdate de mí, cuando estés en tu reino.

Terminado el Santo Sacrificio, vuelve precipitadamente a su casa, abre la puerta y luego, temblando, se detiene sin atreverse a mirar.

-¡Mamá!

-¡Dios mío! ¿Es él quien habla?- pregunta conmovida la madre.

-¡Mamá! -repite el moribundo con los ojos llenos de lágrimas.

Él la mira todavía llorando y le dice mostrándole el crucifijo: Él me ha mirado, yo lo he visto… él me ha hablado, yo le he oído… Él me ha dicho: En verdad te digo que hoy serás conmigo en el paraíso.

Jesús había aceptado la transfusión de las almas, la substitución de la madre al hijo, y había renovado, bajo esta forma inefable, la escena del Calvario, entre el buen ladrón y Él.

¿Qué más? Un sacerdote llamado con urgencia para asistir al enfermo, cumple la obra de la bondad divina.

¡Contrición tan perfecta! ¡Comunión tan angelical! ¡Muerte bendita, transfigurada por el arrepentimiento, por la gratitud, por el amor!

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Noticias Cristianas

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