Cierta vez cayó un grano de trigo de manos de un sembrador en un campo recientemente removido, cubriéndolo con tierra, y sintiéndose entonces aplastado el granito de trigo, exclamó: ¡Me estoy muriendo!
Regaron la tierra y hasta él llegó el agua; un agua tibia, que lentamente penetraba en él y debilitaba más aún lo poco de vida que le restaba. El granito repitió más bajo: ¡Me estoy muriendo!
Vino después el invierno con sus nieves y sus hielos. Más calor, más luz, más sol. Y el granito, cada vez más débil, apenas tuvo fuerzas para dejar escapar el último gemido.
Sintió desgarrarse y caer lenta, lentamente su envoltorio; entonces, recogiendo las poquitas fuerzas que le restaban suspiró débilmente: Todo ha terminado.
No, no, granito de trigo, no ha terminado todo.
Mira; de ese cuerpo que te parece sin vida, salen menudas raicillas a duras penas perceptibles; luego se forma un tallo; el tallo taladra la tierra, sube, se eleva, y por fin se ve coronado de una espiga que se dora, una espiga que madura al calor del hermoso sol de Dios, una espiga que hace irradiar a lo lejos la vida y la alegría.
Almas queridas, granitos de trigo que Dios, el buen Dios, parece haber desamparado. Hasta ahora vivíais dichosos con vuestros hermanos, en el granero preparado con tanta solicitud y amor por Aquel a quien Llamáis y siempre debéis llamar Padre.
Allí, lejos del ruido que turba, lejos del huracán que dispersa; allí en la paz, en la caridad, en la abnegación de cada día; allí sin cuidados por el día de mañana, vivíais felices, glorificando a Dios, dándole gracias, orando por los que, menos afortunados que vosotros, no oran y diciendo a medida que se deslizaban apaciblemente vuestros días:
Suave es nuestra vida; suave será vuestra muerte.
Ahora bien, cierto día ¿os acordáis? visitándoos el
Divino Maestro, pronunció estas palabras: Si el grano de trigo después de echado en tierra no muerte, queda infecundo; pero si muere, produce mucho fruto.
Quizá conmovió a vuestras almas un estremecimiento súbitamente reprimido, pero fervorosos y sumisos dijisteis:
Cuando gustéis, Maestro.
Granos de trigo, ha llegado la hora de la dispersión,
la hora del entierro, la hora del ultraje,
la hora del desprecio, la hora de la muerte.
Ha llegado esa hora, lenta, triste, terrible; mas permitidme que os lo diga, con los santos del Paraíso, que, como vosotros la pasaron:
La muerte no mata,
la muerte transforma,
la muerte fecundiza:
Esperad, pues, esperad, siempre.