En la familia no es completa la dicha si está ausente la madre. En la casa del Padre Celestial el alma instintivamente busca a su muy querida Madre, a la Inmaculada. ¡Qué encuentro el de la Madre con su hija! El alma se había acostumbrado hacía largo tiempo a llamarla con el dulce nombre de Madre; ahora, de repente, este nombre reviste encantos no sospechados siquiera, descubre perspectivas arrebatadoras. Este nombre revela abismos de ternura y de sacrificios.
Siente el alma a esta divina Madre que se inclina sobre ella, cubriéndola con su solicitud. Se le presenta en su blancura inmaculada como un ser todo bañado de luz, todo transformado en la Divinidad. Y esta Virgen toda hermosa, toda radiante de claridad, es su Madre. El alma se siente estrechada por sus brazos maternales y apretada contra su Corazón virginal, y en este prolongado abrazo se confunden toda la ternura de la Madre y todo el afecto del hijo.
Esta felicidad es inefable. Como un dulce rocío penetra hasta lo más íntimo del alma. Se ha consumado la donación recíproca y definitiva de la Madre al hijo y del hijo a la Madre, y el alma la saborea con delicia, experimenta toda su suavidad. Esta alegría está reservada al alma perfecta. En adelante entre ella y su Madre ya no hay distancias, ya no hay secretos. El hijo participa de todas las alegrías y dolores de su Madre, y Ella, es decir, esta Madre incomparable, se encarga de atender a todas sus necesidades, de consolarla en todas sus penas, de animarla en todos sus desfallecimientos, de obtenerle todas las gracias.
Querida Madre, ¿qué seréis para nosotros en el cielo, si ya en la tierra se efectúan uniones tan estrechas con Vos?… El alma no se cansa de admirar a la Inmaculada, de estrecharse más y más con Ella y de repetir: “Es mi propia Madre, como lo es de mi hermano Jesús. Una sola Madre tenemos los dos como no tenemos más que un Padre”.
José Schrijvers