María es ciertamente la dulce y amante madre que acaricia al niño en las primeras horas de su vida; pero es también la inspiradora, el sostén, la fortaleza del adolescente que va al combate.
El culto de María -decía un orador a un grupo de jóvenes que anhelaban impacientes sacrificarse en defensa de la Iglesia, -el culto de María es:
el culto de los fuertes,
el culto de los militantes,
el culto de los que caen, maltrechos quizás, pero no vencidos.
La primera imagen de María que expone la Iglesia a nuestra admiración, ¿no es por ventura la de la Virgen aplastando la cabeza de la serpiente?
Y más tarde, si nuestras infantiles miradas la ven sonriente y dichosa ante el Pesebre, ¿no la ven nuestros ojos de adolescentes permanecer de pie cabe la cruz, padeciendo con Jesucristo y agonizando con Jesucristo para la salvación de los hombres?
El amor de María no es amor que debilite el corazón ni lo retraiga.
María es la mujer fuerte por excelencia; con el amor irradia la fortaleza.
Los bretones luchaban con el rosario al cuello; rezándolo iban al combate.
Los tiempos no han cambiado. Animados de sentimientos semejantes, todos los cruzados modernos han obra do de igual suerte.
El culto de María era la gran devoción de O’Connel, predicador improvisado en los valles de la verde Erin, que arrebataba a su auditorio hablándole de María.
El culto de María era la devoción de Montalembert, de Donoso Cortés, de Veuillot y de tantos otros.
Estos eran luchadores, valientes y esforzados luchadores.
Cuando vayamos a pedir la victoria a María, pidámosle ante todas las cosas:
Fuerza en las dificultades, en la incertidumbre, en las pruebas.
Fuerza en las congojas mortales y en las derrotas aparentes.
Fuerza para subir todos al Calvario, para morir, para ser aplastados. Aunque hubiéramos de esperar largos días y largos años, la aurora de la resurrección tendrá su hora.
Para nosotros los cristianos, no hay derrota que en realidad no sea una victoria.
Mons. A. Sylvain