Ss. Pío X, Basa, Teogonio, Agapio, Pisto, Bonoso y Maximiano, Ciriaca, Donato, Rómulo, Luxurio, Ciselo mrs; Cuadrado, Eupripio, Privado, Juliano, Leoncio obs; Teo-cleta, Paterno, Natal, cfs.
Introito
Madre del rey de la gloria, y por tanto con mucha razón cualquiera honra y felicidad que se halla en cada uno de los santos, toda junta con grande abundancia se halló María (S. Lorenzo Justiniano).
Amoroso centro de los pensamientos de Dios. Admirable privilegio de la gloria de María es que todo lo que después de Dios es lo más hermoso, más dulce, más alegre en aquella gloria de los bienaventurados, todo esto es de María, todo está en María y todo les viene por María (S. Buenaventura).
Rosa inmarcesible y fecunda (S. Buenaventura) Estaba muy puesto en razón, que pues María no tuvo pecado alguno, ni aún original no muriese como los otros pecheros a manos de verdugos de humores rebeldes, sino como noble tuviese un noble verdugo, y dulce tirano, que es el amor de Dios (S. Gregorio Nacianceno).
Procedió que María estuviese coronada con las doce estrellas que significan toda la muchedumbre de las virtudes, y de los santos que resplandecieron en ellas; porque esta Virgen resplandeció con singular eminencia en todas, llegando al supremo grado de cada una para que todos las aprendiesen de ella. Por lo cual no solamente los doce apóstoles, sino todos los mártires, doctores y vírgenes, y los demás santos que se siguieron después de ellos son corona de esta Señora. Porque el buen discípulo, como dice San Pablo, es corona de su maestro, y ella fue maestra de todos, y con sus ejemplos y oraciones les ayudó a ser santos. ¡Oh Virgen soberana, santa de los santos y milagro de los milagros y prodigios del mundo! Hacedme una estrella de vuestra corona, enseñándome a meditar vuestra vida, de modo que conforma la mía con ella. (P. Luis de la Puente).
Meditación: HOMBRE DE POCA FE
Pues si una hierba del campo, que hoy es y mañana se echa en el horno, Dios así la viste, ¿cuánto más a vosotros hombres de poca fe? MT 6, 30.
Pensamos que el temor y la confianza se suceden en nosotros y se excluyen mutuamente, y llegamos quizá a creer que debemos elegir entre esas dos hermanas enemigas. Es un error.
El temor no es el miedo. Temer a Dios no es temblar ante los caprichos de un potentado de Oriente, cuya ira estalla sin motivo, y a quien se ofende sin darse uno cuenta. Dios no está lejos de nosotros; su gracia tiene su asiento en nuestra alma, y no espera a vemos bambolear para venir a nosotros. Temer a Dios es temblar ante la ira divina, pero esa ira tiene un objeto muy preciso. Temer a Dios es temer lo que ocasiona la ira de Dios, y sólo el pecado, es decir la deserción culpable, la infidelidad consentida, sólo el pecado desagrada a la Justicia eterna, sólo la mentira de los hipócritas que rehúsan cumplir lo que saben que es su deber, sólo esa mentira es odiosa a la Verdad substancial.
Y ya que temer a Dios es temer la ofensa voluntaria, demuestran que han entendido mal las palabras del Apóstol, cuando nos dicen que el temor es bueno para los principiantes, y que existen atajos, que conducen por el amor solamente, sin el temor, hasta las cumbres de la perfección. El temor debe ir en aumento todos los días en las almas fieles, porque ellas comprenden cada día más plenamente que el único mal es el pecado, y porque cada día también se dan cuenta con más profundidad de la impotencia de su voluntad natural. Nosotros no hablaremos mal del temor, eso sería calumniar neciamente nuestra primera salvaguardia.
Pero si tememos el pecado, deberemos encaminamos con toda la fuerza de esa aversión hacia el remedio y hacia las garantías tutelares. Y el remedio contra el pecado, pasado, presente y futuro, es algo que no podemos descubrirlo en nosotros, como no se puede encontrar el agua dulce cavando en el mar. Impotentes para evitar durante mucho tiempo ni siquiera el pecado mortal incapaces por nosotros mismos de permanecer mucho tiempo en pie, sobre nuestros pies, de enfermos, en los senderos, tenemos necesidad, físicamente, absolutamente, de la gracia invisible de Dios, para no perecer en la muerte.
Por eso cuanto más tememos el pecado, más nos acercamos al Padre de los huérfanos, al Señor poderoso y bueno, al único que puede curar nuestra miseria. Dios, que con una mano castiga el mal, guarda en la otra el remedio contra el mal y cuanto más se le teme, más se confía en él.
Dejemos, pues, a los paganos, llenos de ideas humanas, e ignorantes del misterio de la gracia, dejémosles declarar que el temor aleja siempre y que los que temen están desprovistos de alegría. Cuando uno se siente invadido por el vértigo al subir por sendas escarpadas, bordeadas de precipicios, se aferra a peñascos de la montaña y clava las uñas en las hendiduras con toda la energía de su debilidad. ¿Debemos llevar la cuenta de los malignos vértigos que se dan en nosotros y que nos arrastran hacia la medianía, hacia los contentamientos vulgares, hacia las muelles perezas y las pequeñas inmoralidades? Entonces agarremonos a la piedra que es Cristo y que nuestro abrazo sea tanto más apretado cuanto más de manifiesto se haya puesto nuestra debilidad.
Y el temor y la confianza se unirán en una misma Oración, se fundirán en una misma actitud del alma.
Una vida interior, uno de cuyos elementos esenciales no sea el temor, no contiene más que ilusión. Y el día en que la burbuja estalle, se verá que no era más que una nada presuntuosa. Una vida interior que no vaya a parar a la confianza es defectuosa; pero una vida interior que no comience por la confianza, está viciada desde su origen, y esa mentira inicial acarrearía funestas consecuencias.
Vemos como somos y saber lo que Dios quiere ser para nosotros, es unir al perfecto desapego de sí mismo el abandono total entre las manos divinas. Nuestra seguridad no está en nosotros, ya que las llaves de nuestra morada están en poder de aquel que abre y cierra como dueño absoluto, sin dar cuenta a nadie.
Oración
Aun son mayores nuestras miserias, Virgen piadosa; pues vueltos los ojos y el corazón a las tiendas de los pecadores y a sus necias y asquerosas vanidades, tenemos en poco y muy trascordadas las delicias del cielo ¡Cuánta es nuestra insania, nuestra ceguedad y nuestra torpeza! Mayor gusto nos da correr con grandes sudores y fatigas tras de cosas vilísimas y despreciables, y aun de la misma muerte, que seguir los caminos llanos y deleitosos que nos llevan a la posesión y goce de la gloria y de Dios. Y que si no nos hubieses tenido tú de la mano pararíamos ya en el infierno. No nos sirve excusamos con decir que somos hijos de Eva, pues harta culpa es dejar la luz de tus ejemplos y dejamos llevar de los suyos. Mas de tu piedad espero que podré desperezarme y levantar el abatido ánimo hasta la plena correspondencia a tus bondades (S. Buenaventura).