Era un humilde sacerdote y estaba casi ciego; encorvado sobre su bastón, andaba lentamente inflamado por su gran amor; desde el alba se le veía pasar diariamente junto al Sagrario muchas horas. Pronto se dormía… Y la adoración que cantaba roncando el buen anciano en su plegaria, tenía el suave acento de las arpas de Sión… Más por sus pupilas cruzaban sueños de lo alto.
Un sacristán dirigiéndose al viejo, le dijo un día: «Vaya a dormir en otra parte, porque Dios no gusta de los duros sonidos de vuestro órgano».
El anciano se incorporó sobre sus miembros tullidos… Y con voz en la cual lloraba el alma de un santo sacerdote, dijo: “¿Y de cuando acá no se deja al perro acostarse a los pies de su buen amo?”
Sí, sí, dejad los viejos, que casi para nada somos buenos; los olvidados, en quienes nadie piensa con algún afecto; los inútiles, gastados por el trabajo, y ahora apenas soportados por la caridad;
Dejad al lado de Dios, en un rinconcito, en el cual podamos meternos sin ruido, sin embarazo, sin molestia para nadie; Dejad permanecer allí largas horas de nuestra vida, ya en su ocaso, con el silencio en los labios, pero con la tranquila alegría de un alma que habla sin decir nada, de un corazón que ama sin mostrar nada, de un espíritu que se acuerda y espera.
¡Cuán bien se está al lado de Dios para ver, con melancólica sonrisa, caer uno a uno los minutos que restan aún de vida, como se ve caer gota a gota el agua de una vasija que gotea!
Al lado de Dios se recuerda ¡el bendito hogar de la primera infancia!
¡Amor ternísimo de la madre, besos tan firmes y afectuosos del padre!
¡Primeras y purísimas amistades, primeras lágrimas, primeras risas alegres, primeras decepciones, primeros sacrificios! ¡Oh sacrosantas alegrías de la comunión, piadosas plegarias ante el altar de la Santísima Virgen!
¡Oh amados difuntos míos!…
El viejo corazón se sonríe y dice: ¡Qué bueno habéis sido conmigo, Dios mío!
Si el viejo considerado a la luz humana es el más desgraciado de los hombres, a la lu7 divina es e/ más dichoso y el más consolado.
Expía fácilmente,
Se purifica enteramente,
Se une a Dios afectuosamente, Ama también, pero divinamente.
Para esto no hay más que poner en todos sus minutos (esos minutos ya pasados, pero que ahora puede considerar como presentes) esta palabra divina salida de los labios de María y de Jesús: Fiat!
Es la exclamación de la sumisión, del amor, de la esperanza, de la dicha.
Fiat a la soledad,
Fiat al olvido,
Fiat a la dificultad de moverse,
Fiat al dolor,
Fiat a Dios, Fiat a los suyos, Fiat a todo lo que se le dice, a todo lo que se le hace, a todo lo que le falta.
Para vosotros, a quienes él ama con toda la fuerza de su corazón, en donde se ha retirado su vida; para vosotros a quienes no puede él expresar la afectuosa gratitud que experimenta, tiene su Fiat más suave, más amado.
Dejad, pues, que el manso y tranquilo anciano se en camine lentamente a la morada de Dios, se siente cerca, muy cerca del altar, permanezca allí algún tiempo con las manos juntas, y luego, incline poco a poco la cabeza sobre el pecho,… y se duerma…