En 1538 vino al mundo un niño cuyo destino sería propagar la doctrina del Divino Crucificado en América, y ejercer la misión episcopal en la sede de Lima. Estudió en Valladolid, Oviedo y Salamanca con vistas a doctorarse en Derecho, pero otro era el plan de la Providencia. Felipe II le nombra inquisidor de Granada, cuyo difícil cargo desempeña con sabiduría y santidad. El mismo rey le elige para Arzobispo de Lima, que entonces dependía de España. Rayaba los 40 años cuando, en 1578, pasó a ocupar la más importante de las sedes de América: el arzobispado de Ciudad de los Reyes (hoy Lima).
Ejemplar de obispos
Lima era una ciudad muy hermosa, la más importante de las metrópolis de América, cabeza de jurisdicción tanto en lo civil como en lo eclesiástico. << Los obispos coprovinciales -decía el Cabildo de Lima a Felipe II- tienen por ley lo que se hace en el arzobispado de Lima… Recién llegado, tras el fatigoso viaje, da orden que le despierten muy de mañana, «que no es nuestro el tiempo«. Desde 1581, Toribio gobierna con celo, caridad, entereza y dulzura, granjeándose la estima de sus súbditos. Acomete su tarea de pastor, padre y apóstol de sus tierras, que visita aún en medio de dificultades y privaciones. Reprende a los avaros, anima a los oprimidos, instruye y catequiza a los indios. Como legislador convocó tres concilios y diez sínodos diocesanos, que suponen el planteamiento legislativo de la Iglesia de América del Sur. Introduce la reforma de Trento en las tierras de América y a los pocos años el clero estaba cambiado. Pero sólo Dios sabe a costa de cuántos sufrimientos consigue ir transformando la fisonomía de su archidiócesis.
No basta sólo legislar si luego las leyes no se cumplen. Santo Toribio recorre su territorio, unos cuarenta mil kilómetros (de aguas, nieves, crecidas de ríos, caminos poco transitados); hace oración, predica a los indios y, anticipándose a nuestros tiempos, lleva siempre rigurosa cuenta de los datos de sociología religiosa: así conocemos que llegó a administrar la Confirmación a ochocientas mil almas. Sus libros de visita aportan más datos que las fantasías de otros historiadores de las 1ndias.
No dejó de visitar a un indio, por pobre y alejado que estuviera, y por muchas incomodidades que él tuviera que pasar, para hacer el bien a su alma. En una ocasión preguntó al doctrinero si faltaba alguien por confirmar. Se le respondió con evasivas. El arzobispo insistió. Supo que a un cuarto de legua había un indio enfermo. Se levantó de la mesa y se fue allá. El indio estaba en un altillo… Consoló al indio, le instruyó y le confirmó con la misma solemnidad pontifical que si se tratara de un millón de personas. Volvió a comer a las seis de la tarde diciendo: «Bendito sea Dios, que se ha confirmado este indio, y no irá ya por mi cuenta a morirse sin este sacramento».
Su gran amor fueron los pobres indios y negros. Tenía con ellos mil detalles de afecto. También es edificante su tesón en sacar adelante el Seminario, su veneración por las Órdenes religiosas, su firmeza y profundo respeto con el poder civil; sufriendo mucho. jamás dejó escapar una queja, y siempre excusaba a todos.
Aún humanamente, era un hombre excepcional: gran inteligencia, autodominio, cualidades literarias, y una salud que se mantenía a pesar de su increíble austeridad… Murió como correspondía a un luchador de su talla. Cumpliendo su misión apostólica en el pueblo de Saña, se sintió enfermo pero continuó su visita. Rodeado de sus amados indios y de su clero, le sobrevino la muerte el Jueves Santo de 1606.