Escribe su biógrafo: “Si es cierto que todos los santos brillan con fulgor espiritual propio, parece que a san Antonio quiso elegirle Dios para enseñarnos a los demás hombres a luchar contra el demonio. Ya en el primer retiro, en el bajo Egipto, al sur de Menfis, en las cercanías del gran delta del Nilo el enemigo le asalta constante y visiblemente con tentaciones de impureza, sobre todo. Antonio lucha virilmente. Siguiendo el consejo evangélico, se da a la oración y al ayuno. Come una vez al día solamente. Pasa las noches en vigilia… Pero, necesita más soledad. Huye hacia los montes líbicos. El demonio redobla sus ataques causando a veces ruidos tan fuertes que daban espanto. Se le aparece en forma de terribles fieras o con el aspecto de hermosas mujeres que le invitan a la fornicación. Tan duras son las batallas que ha de sostener que, en una ocasión el amigo que le llevaba de comer le encuentra a la entrada de la choza completamente exánime.”
Esta lucha aguerrida permitió que el Santo curase enfermos, expulsara demonios y amaestrara a otros en su lucha contra el Maligno. San Atanasio que fue su discípulo expone que san Antonio enseñaba que la meditación de los novísimos (muerte, juicio, infierno y cielo) fortalece al alma contra las pasiones y el demonio. Si viviésemos, decía, como si hubiésemos de morir cada día, no pecaríamos jamás. Para luchar contra el demonio son infalibles la fe, la oración, el ayuno y la señal de la cruz. El demonio teme los ayunos de los ascetas, sus vigilias y oraciones, la mansedumbre, la paz interior, el desprecio de las riquezas y de la gloria vanas del mundo, la humildad, el amor a los pobres, las limosnas, la suavidad de costumbres y sobre todo, el ardiente amor a Cristo.”
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