El infierno es un lugar en que la omnipotencia de Dios reúne todos los tormentos para castigar, para hacer que sufran aquellos que mueren privados de su gracia, y para hacer que sufran eternamente.
La cólera de un Dios irritado enciende allí un fuego de un ardor, de una vivacidad incomprensibles. Un condenado es sumergido, sepultado, anegado en aquel fuego; está inmóvil en medio de aquel fuego, penetrado de aquel fuego, sin poder respirar más que el fuego que le está abrasando. A cada momento siente un nuevo dolor, un nuevo suplicio; y por un espantoso prodigio de rigor, que es el efecto de la omnipotencia divina, un condenado sufre a cada momento todos los suplicios juntos… Pero por horrorosas, por incomprensibles que sean las penas de un réprobo, puede decirse que aún es poca cosa en comparación de aquellos excesivos pesares, de aquella eterna desesperación que le causa el recuerdo del tiempo pasado, y del mal uso que hizo de aquel tiempo y de tantas mercedes recibidas.
El falso brillo de los honores que le deslumbraron; el vacío de los bienes que le ocuparon; la seductora apariencia de los placeres que le encantaron; la vanidad de los objetos que le distrajeron de Dios; la ridiculez de lo que llaman respeto humano; la nada de las grandezas humanas, son otras tantas furias que destrozan y atormentan el corazón de un condenado.
Las penas del infierno no solamente son universales, sino también eternas, es decir que, por intolerables, por espantosas que sean las penas que en él se sufren, no queda esperanza, ni de aliviarlas nunca, ni de que acaben jamás…
Arder en el infierno otros tantos años, otros tantos siglos como momentos se vivieron, es una duración que espanta:
¿qué será pues, arder otros tantos millones de siglos como gotas de agua hay en los ríos y en el mar? Un condenado habrá sufrido en aquellas prisiones de fuego toda aquella extensión incomprensible de tiempo, que no llegará a ser ni un medio cuarto de hora, ni un instante de la eternidad… Los hijos de vuestros hijos estarán ya enterrados; el tiempo habrá arruinado las casas que hicisteis construir, habrá destruido la ciudad en que nacisteis, trastornado los Estados en que vivisteis; el fin de los siglos habrá sepultado el universo en sus propias cenizas; desde el fin del mundo habrán transcurrido tantos millones de siglos como momentos tuvo de duración; y nada habrá pasado de aquella terrible eternidad, y si sois condenado, os quedará que sufrir tanto como desde el primer momento en que fuisteis arrojado a las llamas…¡O eternidad espantosa!¡incomprensible eternidad!… ¿quién te crea, es capaz de vivir un solo momento en pecado, y diferir un solo momento su penitencia?
Supongamos que un pecador está condenado a arder en el infierno hasta que una hormiga, que no hiciese más que un viaje cada mil años, hubiese transportado en el mar toda la arena que hay en la orilla. El juicio se pierde y se confunde en esa incomprensible extensión de tiempo, y tiempo vendrá en que podréis decir, si sois condenado: «Desde que morí, desde que estoy rabiando en estos fuegos, aquella hormiga habría ya transportado toda la arena y toda la tierra del universo; habría ya gastado las montañas y las peñas; habría vaciado hasta el centro del mundo: toda esta espantosa duración de tiempo se ha pasado en estos crueles tormentos, y todavía me queda que sufrirlos por una eternidad entera!» Hay un infierno, y en él una desdichada eternidad; hay cristianos que lo creen así, y sin embargo pecan. He ahí lo que es tan incomprensible como la misma eternidad…
Bajad con frecuencia mentalmente al infierno durante vuestra vida, dice san Bernardo, si queréis evitar la desgracia de ser condenado a él después de morir. Cuando se teme una gran desgracia, se piensa a menudo en ella. Esta idea hace que se estudien los medios, y se tomen las precauciones convenientes para evitarla. Cuidado no perder de vista el infierno, dice el Sabio, si no queréis «emprender su camino». Es una práctica de piedad muy saludable servirse de todas las penas de esta vida, y de todo lo que aflige para recordar nuestro porvenir; aún puede decirse que su memoria endulza todas las aflicciones…
Si sufrís dolores vivos, agudos, pensad en lo que sufren los condenados en el infierno. Habitamos en las casas, vivimos en las ciudades y ocupamos los empleos en que estuvieron muchos de los que están ·ardiendo en aquellas llamas… Casi no hay reunión de las gentes del mundo, convite, partida de placer, en que no se pueda decir que algunos de los que allí se divierten serán probablemente condenados. No hay accidente desgraciado, ni tampoco ningún placer en esta vida que no sean propios para recordamos los tormentos de la otra; no hay remedio más eficaz para amortiguar, y aún para curar del deleite, que aquel saludable recuerdo. Si se despierta la concupiscencia, si sentís el aguijón de la carne, si vuestras pasiones se sublevan, imaginaos que oís la voz de aquel infeliz rico que grita desde el fondo del abismo. Sufro cruelmente en este fuego. Representaos esa imagen, y aun esta voz en vuestros placeres, y luego os disgustaran, pronto perderán su atractivo.
La única pérdida que hay irreparable es la de nuestra alma: negocios desgraciados, reveses de fortuna, pleitos perdidos, naufragios, y todo lo que llamamos desgracias, por sensibles que sean, no son en cierto modo irremediables; pero si soy condenado ¿quién podrá consolarme? ¿con qué alivio podré contar? ¿ con qué esperanza? Todo lo perderé, si pierdo a Dios…Que esta idea alimente vuestra devoción manteniendo el horror que debéis tener al pecado: en vuestras pérdidas, en vuestras desgracias, en aquellos molestos sinsabores que son inseparables de la vida dedos sin cesar: No hay peor mal que el pecado, no hay pérdida propiamente temible sino la del mismo Dios. Los amigos, el tiempo, y aun la muerte pueden a lo menos consolarme de la pérdida de los bienes, de la salud, de los empleos, etc.;… pero; ¡perder a Dios, y perderlo para siempre! ¡qué pérdida tan terrible! En las ventajas y los disgustos de la vida, haceos familiares estas bellas palabras. ¿De qué le sirve ahora a aquel réprobo grande del mundo, a aquel malvado rico, el haber vivido en la magnificencia, nadando en la abundancia y disfrutando de todos los placeres?… ¿De qué le sirve a aquella mujer mundana actualmente condenada, el haber brillado en las reuniones? ¿De qué sirven aquellos grandes nombres, aquellos soberbios palacios, aquel aparato de modas, de adorno, de lujo; de qué le sirve todo eso al que es condenado?… ¿Será acaso un gran consuelo para aquella madre, para aquel padre condenados, el haber dejado unos hijos que viven cómodamente, mientras que ellos están ardiendo en los fuegos eternos? Haceos familiares estas reflexiones; hay pocas prácticas de piedad que sean más útiles. Procurad tener siempre en vuestro gabinete o en el aposento en que dormís algún objeto que incesantemente os haga acordar de la muerte o del infierno…