El endurecimiento del pueblo escogido, del que habla san Pablo en Romanos 11-25, parece que se ha transmitido a la cristiandad y es posible que dure hasta el final de los tiempos.
Parece que para quebrar este endurecimiento no basta ya el tono amable con que Jesús convirtió a Zaqueo (Luc. 19- l/10), sino que Jesús tiene que mostrar su rostro y su palabra autoritaria. Y puede hacerlo porque es el Hijo único de Dios, nacido antes de todos los siglos… porque es Autor de la Creación y porque su palabra es la del Verbo de Dios.
Jesús no opina, no tiene que argumentar. Afirma o niega.
Porque su doctrina no es una filosofía más, una religión más, es la Verdad única. Por ello pudo decir que el cielo y la tierra pasarían pero sus palabras permanecerían.
Jesús ratifica sus palabras con milagros. Y obra el milagro por excelencia, el de la transustanciación que, aún hoy, a tantos hombres “sabios” les impide “ser niños” y creer. “Os daré a comer mi carne y mi sangre” y entonces -y hoy- la inmensa mayoría no entendieron ni entienden. El día antes de la Pasión y muerte les mostró a sus fieles el COMO sería la asimilación de este alimento.
O bien cuando resucita a muertos porque dijo “Yo soy la vida”.
O cuando vence al demonio y los arroja de los endemoniados.
Jesús es el único que, sin orgullo, puede hablar de SI MISMO. Se presenta como Salvador o Redentor: Cordero de Dios. Como Enviado del Padre. Como Pastor bueno.
Se sabe muy bien que la autoridad no es fin en sí misma; que es medio para servir. Aunque hay un error común a lo civil y a lo religioso. En lo civil, la autoridad usa coches oficiales, criados, restaurantes de lujo, tarjetas de crédito ilimitado… y un largo etcétera. En lo religioso, cuando el superior avasalla al súbdito y lo convierte en esclavo. En Jesús, su autoridad se dirige con preferencia a los pobres, enfermos, pequeños, indefensos… o a pecadores débiles como Zaqueo, la Samaritana o la adúltera. Y la muestra en palabras y hechos: parábola del Hijo pródigo, en lo de no quebrar la caña cascada o no apagar el pábilo vacilante, cuando impide cortar la higuera infecunda, frenando la ira de sus apóstoles Santiago y Juan cuando piden que baje fuego del cielo para abrasar las ciudades que no les reciben…
Habla claro y sencillo para que todos le entiendan… Avisa del peligro de la condenación eterna. Señala a aquella gente que le escucha como “generación mala y adúltera” y les recrimina: “me queréis matar porque os digo la verdad” o “no me queréis creer porque os digo la verdad” y la verdad siempre es dura… y se atreve a adverar que ancha es la puerta del Infierno.
Lenguaje duro especialmente para los grandes. A los letrados les decía: “hipócritas, guía de ciegos, insensatos, sepulcros blanqueados, asesinos de profetas, raza de víboras, presumidos por sus togas y filacterias, acaparadores de los primeros puestos, simuladores de largas oraciones, que no entran en el cielo ni dejan entrar a otros.
A los sacerdotes les acusaba de que habían convertido el Templo, la Casa de Dios, en cueva de ladrones.
Y a los ricos les endilga la parábola del pobre Lázaro y les recrimina que no se convertirían ni si vieran resucitar a un muerto.
Al Rey le apoda así: “Id y decid a este zorro… “
Pero lenguaje también fuerte para todo el pueblo. Una buena parte de sus parábolas anuncian el fuego eterno, el dolor eterno. Terrible es la condena de las ciudades que más ha conocido: Cafarnaúm, Betsaida, Corazain.
Incluso a su querido apóstol Pedro le fulmina: “Apártate de mí, Satanás”…
HOY el lenguaje de Jesús no es nuestro modelo. ¿Por respeto humano? ¿Porque no amamos bastante?
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