La misericordia de Dios se manifestó y culminó en el instante en que Jesús expiró en el Calvario. En el insondable dolor de toda su vida, y en especial en el de la Pasión, en ese dolor se habían subsumido todos los sufrimientos pasados y presentes y futuros de su santa Madre y de los millones de mártires y cristianos que han sufrido, sufren y sufrirán. Por tanto, desde el instante de la Muerte de Jesús empezaba la Era de la Justicia.
¿Qué significa esto? Pues que desde la Redención de Jesús todo hombre tenía derecho a la Gracia para no condenarse, o sea para salvarse para toda la eternidad. La Gracia no sería ya una donación gratuita de Dios; era un derecho que el hombre iba a tener gracias a la Redención Cruenta del Hijo, del Verbo Humanado. Estamos en el terreno de la Justicia. El hombre será libre de pedir el ejercicio de este derecho o de hacer dejación. Este derecho a ser hijos adoptivos de Dios puede ser ejercitado o no. Como hijos podemos escoger vivir en un palacio o renunciar de facto a este derecho y vivir en una pocilga. Pero ninguno podrá quejarse ya de la justicia divina, ni menos reclamar a la misericordia. El que quiera condenarse lo hará por su propia voluntad.
Por tanto no debemos hablar de la misericordia de Dios como si fuera un salvavidas que se nos alcanza cuando estamos a punto de estrellarnos contra el Infierno. No es verdad. Debemos por el contrario hablar de la Ira de Dios, consecuencia inevitable de que el hombre no quiera el derecho de ser hijo suyo y prefiera rechazar la generosa herencia, ganada sí por la misericordia.
Hasta hace pocos años los Santos teólogos y predicadores hablaban de esta Ira para cuantificar los que en derecho se salvaban: muy pocos. Quizá menos de un uno por mil. Predicando esta santa Ira conseguían que muchos cristianos abandonasen el camino ancho que conduce al infierno y regresaran a Dios por el camino de la justicia: recobraban su condición de hijos. Con estas prédicas sobre la Verdad podía disminuir grandemente el número de los condenados. Pero, por desgracia, hoy día se ha perdido el coraje de hablar de la Justicia de Dios. Escribe Joseph Ratzinger: “La experiencia de la ira de Dios se ha perdido del todo en nuestro tiempo, y que Dios no puede condenar a nadie se ha convertido en una idea general entre los cristianos”, (“Nadar contra corriente”). Y como pretendemos que todos se salvan, recurrimos a la misericordia de Dios. ¡Maldito engaño! Y si alguno acepta que hay infierno y condenación, surge una sutil blasfemia: “El hombre que se condena es porque Dios no ha tenido misericordia de él”. Blasfemia horrible por haber desenfocado el tema: la condena de un hombre es pura congruencia con su decisión libre de no querer ser hijo de Dios, derecho que Jesús le alcanzó en el Calvario, por su misericordia.
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