Los santos acostumbran a tener arrebatos de locura divina. Por el contrario, los cuerdos, según el mundo, no llegan a la santidad heroica. La vida burguesa, sin complicaciones, empachada de cálculos egoístas, se opone diametralmente a la de los santos. Decía San Antonio de Padua: «Llegará un tiempo en que los hombres se volverán locos (pues es una locura abandonar a Dios), y a los que no lo estén, los hombres les dirán: Estáis locos».
Con la rapidez y fuerza de un rayo.
El día de San Sebastián de 1537, San Juan de Avila predicaba en Granada. Se había hecho célebre por sus correrías apostólicas por Andalucía. Una gran multitud acudió a escucharle. Reprendió duramente los viciosos, y predicó sobre las virtudes y el amor de Dios. De repente un grito rompe el silencio del público: «¡Misericordia, Señor!». Un hombre se da cabezazos contra el suelo, se tira de los pelos y da muestras de un profundo dolor y pesar por sus pecados. Sale de la ermita, y en su casa rompe cuantos libros de caballerías tenía en venta, distribuye los piadosos entre los que le habían seguido, y se queda con lo imprescindible para vivir. ¡Se ha vuelto loco!, piensa la gente.
Aquel hombre se confesó con el Padre Avila, quien comprendió que su penitente no estaba loco. Lo consoló y animó a seguir las inspiraciones de Dios.
Juan Ciudad
Había nacido en 1495 en Portugal de familia hondamente cristiana, que a los ocho años abandonó. En Oropesa (Toledo) fue pastor; luego, ávido de aventuras, se alistó en el ejército. De regreso a su tierra natal, se entera de la muerte de sus padres. Lleva vida errante, y acaba estableciéndose en Ayamonte, Sevilla, Gibraltar y Granada. Ejerce oficios variados y practica obras de caridad (pastor, enfermero, vendedor ambulante de libros…). Se dedica a trabajar mucho para sacar adelante a una familia amiga que se había enfermado. Este amigo le dice proféticamente: «Juan, si la caridad se perdiese en la tierra, la encontraríamos en ti». En Granada le llegó la conversión. Tenía algo más de cuarenta años.
Juan de Dios
A partir de este momento encontramos a un Juan enloquecido por Dios y soñando únicamente con servirle cada vez mejor. El amor de Dios y del prójimo se había apoderado de él. Elige a su confesor como director de su conciencia. Él le confirma en sus propósitos de entregarse al cuidado de los enfermos. Para ello alquila una casa que convierte en hospital. Poco a poco va llenando su hospital de cuantos enfermos halla por las calles, dando muestras de una caridad extraordinaria. Pedía limosna para sus pobres a todas horas sin el más mínimo respeto humano, así como recogía y llevaba a los enfermos más repugnantes para luego cuidarlos. Un gran sentido sobrenatural le hacía ver en ellos a Cristo sufriente.
A pesar de las dificultades no abandona su labor. Ante el cansancio, su confesor le dice: «No podéis abandonar sin ofensa de Dios el estado para el que Él os ha elegido». Así pasó los últimos años de su vida en medio de los desechos humanos e identificándose con ellos. ¿Quién sino un loco por Dios hubiera soportado lo que él? Se «desvencijó» y acabó su vida el 8 de marzo de 1550, a los 58 años.
Obtuvo conversiones increíbles, fue mucho mayor el bien que hizo a las almas que a los cuerpos… La estela de sus virtudes fue imborrable y este humilde servidor de Jesucristo dejó a la Santa Iglesia una legión de hijos, los Hermanos Hospitalarios de San Juan de Dios, que siguen sus pasos, imitando su amor a la pobreza.
Esta es la historia de Juan de Dios, un «loco a lo divino». Así son los santos.