Artículo del día Testigos de Cristo

TESTIGOS DE CRISTO: San Carlos Borromeo

Las ascensiones de un alma

Siglo XVI. Se había consumado, desgraciadamente, la ruptura religiosa del norte de Europa. Sin embargo, el Concilio de Trento (1545-1563) traza una reforma realmente maravillosa. Carlos Borromeo, joven clérigo de 22 años, serio, piadoso y buen amigo de los libros, acude entonces a Roma, en 1560, llamado por su tío Pío IV. Al acabar sus estudios en 1563 es ordenado sacerdote, con la firme decisión de hacerse santo encarnando en sí los decretos del Concilio. Se quedó en Roma hasta la muerte de Pío IV {1565), quien le había nombrado Cardenal y Obispo de Milán.

Con el nuevo pontífice -San Pío V- es el primero en abandonar Roma, según ordenaba el Concilio que los prelados residieran en su propia diócesis.

Su vida espiritual se resume en constancia, celo por las almas, sentido práct1co y realismo. Su característica princ1pal es la tentativa de crear una santidad colectiva, de hacer santa a toda la comunidad. Da mucha importancia a la fuerza del ejemplo: «Yo estoy decidido a comenzar con los prelados la reforma prescrita en Trento. Sería éste el camino mejor para alcanzar la obediencia en nuestras diócesis. Nosotros debemos marchar primeros; nuestros súbditos nos seguirán más fácilmente».

Un verdadero reformador

En aplicación de los decretos de Trento, regula la residencia de los pastores, reúne concilios provinciales, sínodos diocesanos, introduce el manejo de libros y registros, y exige un mayor cuidado maternal de las iglesias… Se fortalece la disciplina eclesiástica y van desapareciendo los abusos. Fundó Seminarios e instituciones especializadas, adaptando la formación de los seminaristas a la vida real; comprendió que de nada servirían sus esfuerzos si no formaba sacerdotes capacitados para cooperar en la reforma y hacer cumplir las leyes promulgadas. Dio prioridad a la formación catequística y religiosa de los cristianos y de la juventud, a la santificación de los seglares y su organización apostólica. Para ello favoreció a órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza como las Escuelas de la Doctrina Cristiana, los jesuitas, capuchinos, etc.

Impulsó las misiones parroquiales, el apostolado de la buena prensa, devociones populares eucarísticas, y dio gran importancia a los Ejercicios Espirituales, imponiendo su práctica al clero… Sus medidas fueron copiadas y adaptadas en otras diócesis.

Trocar los defectos

Su santidad es, en su suprema sencillez, una gran lección para todos. Murió joven, pero se hizo santo por un método viejo y poco complicado: cumpliendo su obligación, por la observancia rigurosa y plenísima de sus deberes, quemando toda su existencia entre los mil quehaceres de cada día. Sus mismos defectos, tocados por el Espíritu Santo, quedaron trocados «a lo divino»: su orgullo y desprecio por lo bajo se transformaron en horror al pecado; su excesiva prodigalidad cuando era estudiante se trocó en caridad hacia los pobres; su terquedad se hizo tenacidad; su falta de brillantez le dio ocasión de ejercitarse en laboriosidad y humildad.

Después de la peste que se declaró en Milán en 1576 -en la que él mismo auxilió a los afectados- les dirigió un memorial en que les pedía que no olvidaran el flagelo de la peste pasada, y que se propusieran cambiar de vida.

A pesar de sus muchos viajes, lograba sacar tiempo para larga oración sin dejar desatendidos los asuntos de su diócesis.

Solía aconsejar: «No conviene desanimarse por habladurías de la gente, que siempre tiene en la cabeza nuevas imaginaciones. Basta obrar con rectitud en todo, y luego que cada cual diga lo que quiera».

Murió en 1584 a los 46 años.

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