Un joven misionero le preguntó, cuando ya tenía más de 70 años, si las cruces le habían hecho perder alguna vez la paz. Con celestial expresión le respondió: «La cruz, ¡hacerme perder la paz! ¡Pero si ella la trae a nuestro corazón! Todas nuestras miserias proceden de que no la amamos».
«A sacerdote santo, pueblo bueno; a sacerdote bueno, pueblo normal; a sacerdote normal, pueblo malo; a sacerdote malo, pueblo perverso». Hoy día se necesitan sacerdotes santos para recuperar la sociedad hundida en el caos, como fue el santo de Ars, proclamado patrono de los párrocos. Es despertador y modelo para los sacerdotes de nuestro siglo por su celo de las almas, usando los medios a su alcance: la oración y el sacrificio. Juan María vino al mundo en 1786. Hijo de campesinos, se dedicó desde pequeño a guardar el ganado y a la labranza. Sus padres le educaron en la piedad y en la oración. A los 18 años se decide a ser sacerdote, pero su anhelo fluctúa en un mar de angustias: dificultad para aprender, estrecheces económicas y oposición paterna.
Camino de cruces.
Carlos Balley, párroco de Ecully, funda una escuela de aspirantes al sacerdocio. Juan María le conocía desde las Misas clandestinas durante la Revolución Francesa. El joven es aceptado no sin dificultad en la escuela. No logra aprender nada. Le asalta el desaliento. Balley le consuela; la memoria del chico sigue flaqueando, pero no su voluntad. «El sacerdote es algo grande… Si entendiéramos en la tierra lo que es moriríamos, no de espanto, sino de amor, medita a menudo el muchacho.
Juan María entra al Seminario. Los superiores aunque reconocen su intachable conducta, no lo consideran apto. Pero Balley confía en él y continúa preparándole. Después de dos años de estudios el Vicario General dice al ver sus atinadas respuestas en lengua vulgar: «Ya que el joven es modelo de piedad le admito a las órdenes sagradas». Fue ordenado sacerdote a los 29 años.
Párroco y médico de almas.
Juan María Vianney es nombrado párroco de la diminuta aldea de Ars. Encuentra gran indiferencia: todos «pasan de Dios». No se desalienta. Cree que con oración y penitencia arrancará a sus fieles del pecado e infundirá fervor donde se había perdido. Lo primero es la lucha contra los vicios de sus feligreses: las tabernas, el trabajar los domingos, los bailes y las blasfemias. Declara la guerra a la ignorancia mediante catequesis y pláticas dominicales. Esto le atrae odios y persecuciones de los hombres y del demonio.
Su austeridad evangélica cotidiana es heroica: ayunos, trabajo intenso… porque el apóstol ha de fecundar su obra con dolor si quiere hacerla eficaz.
No se limita a predicar: se presenta de repente en medio de la plaza pública, y su sola presencia basta para poner en fuga a los danzantes. También se dedica a obras de caridad y a la educación popular.
Con sus célebres pláticas de Catecismo contagiaba a todos su veneración a la Eucaristía y confianza en la Virgen.
Cinco años después de su llegada podrá decirse: «Ars ya no es Ars». Cuarenta y un años sin salir de Ars logran el cambio. Muy pronto, desde toda Francia y aún de otros países acuden los penitentes en multitud al confesonario de este hombre en cuyo rostro los mismo incrédulos reconocen el resplandor de la misericordia divina.
Murió a los 73 años, el 3 de agosto de 1859.