Si el hombre bueno y justo llega a aflojar y ser infiel a Dios, todas sus buenas obras quedarán sepultadas en el olvido. Hay católicos que, día a día, piden la virtud de la perseverancia, pues saben bien que en tanto estamos en la tierra, no tenemos garantizada la salvación del alma. Una señora suplicaba la intercesión de san Gregorio Magno para que Dios le revelara si sus pecados habían sido perdonados y si al fin de su vida estaría en el número de los bienaventurados. El Santo le contestó: “Me pedís una cosa difícil y al mismo tiempo inútil; porque debéis temer siempre y llorar vuestros pecados, mientras estáis en estado de llorarlos. Pero ¿queréis que sin recurrir a revelación os diga con toda certeza cuál será vuestra suerte por toda la eternidad? Si perseveráis en los buenos sentimientos y santas disposiciones en que os halláis al presente, os salvaréis; mas si cometéis algún pecado mortal, y morís en ese estado, os condenaréis. Debéis temer mientras estáis en esta vida, para merecer aquella en donde el gozo durará eternamente”.
Para perseverar en la gracia es preciso no fiarse de las propias fuerzas. Apartarse de las ocasiones de pecar, de compañías peligrosas y de todo lo que puede hacer recaer. Frente a los reiterados consejos que a veces se dan de que “olvidemos los pecados cometidos porque ya están perdonados”, conviene tener presente que el pecado, aunque perdonado, ha dejado en el alma debilidad e inclinación al mal. Para evitar una recaída, se tienen que cerrar las puertas de los sentidos. A más libertad, más peligro de recaer.
Para perseverar es preciso acudir a los sacramentos, en especial a la confesión y a la comunión. Con los sacramentos y en especial, por medio de la oración diaria, es posible conseguir de Dios el don de la perseverancia.
Justos y pecadores, no contemos con nuestras buenas obras pasadas ni nos fiemos de que el pecado perdonado ya no pesa. Tenemos que empezar cada día, como si ese día fuera el primero de nuestra conversión.
Jaime Solá Grané