Tomás Becket, el arzobispo de Cantórbery, ha muerto asesinado. Es el atardecer del 29 de diciembre del año 1170. La noticia salta veloz hacia Europa y atraviesa la cristiandad. Sólo dos años y pocos meses después, y Tomás será canonizado por Alejandro III.
Había nacido en Londres en 1118, de familia rica. Los reveses arruinan la familia y, huérfano a los veinticuatro años entra al servicio del arzobispo de Cantórbery. Allí emprende la carrera eclesiástica. Ya diácono aumenta sus prebendas y se encuentra en un puesto relevante. Tal aumento de rentas le sirve para hacerse más generoso con los pobres.
Por ese tiempo sube al trono de Inglaterra el joven Enrique 11. Es enérgico, hábil político, con talento organizador, temible en sus arrebatos de cólera. También es rey de una gran parte del territorio francés. Halla un primer ministro a su gusto en Tomás Becket. Se hacen amigos inseparables.
Podría costar reconocer al clérigo detrás de los lujos de gran señor, pero Tomás sabe recogerse a tiempos, no olvida sus penitencias y muchas vigilias permanece en oración. A pesar de los riesgos de la corte, mantiene intacta su moralidad.
Un nuevo rumbo
En 1162 queda vacante la sede primada de Cantórbery. El rey ambicioso halla la oportunidad de colocar Iglesia y Estado bajo una sola mano, la suya. Llama al Canciller, su amigo incondicional, y le anuncia su voluntad de nombrarle arzobispo. «Pronto perdería yo el favor de Vuestra Majestad, y el afecto con que me honráis se cambiaría en odio, porque yo, como arzobispo, no podría acceder a vuestras exigencias en punto a derechos de la Iglesia». El rey insiste. Becket es inmediatamente ordenado sacerdote y consagrado obispo. Acaba de cruzar un momento decisivo de su existencia.
Sobrecogido ante la trascendencia de su nueva responsabilidad, ajusta su vida a una regularidad monacal, pobreza, ascetismo, y sigue socorriendo a los indigentes. Su renuncia al cargo de Canciller ocasiona un disgusto al monarca y es la primera fricción entre los dos amigos. Siglos más tarde Santo Tomás Moro repetirá sus palabras: «Soy siervo fiel del rey, pero primero lo soy de Dios». No tardarán en llegar duros choques, por el carácter violento e insaciable de Enrique: Una vez el rey exige un tributo excesivo a la Iglesia, y Tomás se niega a concederlo; en otra ocasión será la pretensión de que los clérigos sean sometidos a los tribunales civiles. Enrique le exige observar ciertas «antiguas costumbres, que no especifica. Tomás está dispuesto a acceder siempre que se dejen a salvo los derechos de la lglesia. Con engaños obtiene el rey su consentimiento en Claredon. Más tarde descubre que esas «antiguas costumbres, buscan en último término la separación de Roma, y reacciona con firmeza negándose a confirmar el documento.
El rey redobla las represalias desterrando a los amigos del santo y formulándole varias acusaciones. Tomás denuncia la ilegalidad del proceso: «Después de Dios, mi único juez es el Papa«. Sale de allí rumbo al exilio en Francia. El rey de Francia y el Papa le acogen con cordialidad y admiración.
Tomás Becket presenta al Papa su renuncia; pero Alejandro 111 alaba su celo y piedad y le obliga a seguir en su puesto. En estos años de exilio, vive en monasterios dedicándose más que nunca a una vida orante y sacrificada, al tiempo que sigue defendiendo los derechos de la Iglesia Católica en Inglaterra. Nombrado legado pontificio de Inglaterra, regresa a su país y excomulga a varios obispos que antepusieron el servicio al rey a sus obligaciones pastorales.
Azuzados por el rey, el día 29 de diciembre se presentan varios caballeros en la catedral y le dan muerte. «Muero gustoso por el nombre de Jesús y la defensa de la Iglesia » son las últimas palabras del santo. Tenía 53 años. Pocos años después el rey, arrodillado ante su tumba, hacía penitencia por aquel asesinato