Un místico del siglo XX
La vida y escritos de este joven constituyen un gran testimonio de Cristo. En un mundo cansado de teorías y sistemas materialistas, que siente nostalgia de lo divino, aparece en pleno siglo XX este joven que es capaz de anegar en Dios su alma sedienta, como todos los jóvenes, de felicidad.
Rafael Arnáiz Barón nació en el Domingo de Ramos de 1911 en Burgos. Estudió en Madrid el Bachillerato, inició los estudios de Arquitectura e hizo el servicio militar en 1932.
Su amor a la Virgen María
Enfermó a los diez años de pleuresía. Restablecido de su primera enfermedad, sus padres lo llevaron en agradecimiento, a visitar a la Virgen del Pilar. En aquel encuentro con la Madre, la Virgen María se fijaría, sin duda, con singular amor en aquella alma inocente. Rafael se convirtió en su ferviente devoto.
Tiempo después, a sus 19 años, tuvo su primer contacto con la Trapa, que le dejó una grata impresión: el ambiente de marianismo, los altares dedicados a la Virgen Santísima, la Salve vespertina que lo conmovió… Crece su simpatía por una Orden que tanto amor demostraba a la Dueña de su corazón.
La vida en la Trapa
La sublimidad de la liturgia, la emoción de una vida entregada a la santificación personal y al apostolado oculto pero eficaz en las almas, produjeron honda huella en su alma, de modo que suspiraba por abrazar su vida sencilla y penitente en aquella pacífica morada del silencio.
La segunda vez que volvió a San Isidro de Dueñas fue a los 22 años. en enero de 1934. Con su entrada sacrificaba su carrera de arquitecto, el mundo que le sonreía en su juventud, y todas sus ilusiones. Sus padres accedieron con generosidad a su vocación.
La vida en el convento sólo la pudo gustar a breves intervalos. Enfermo de gravedad (diabetes), tenía que regresar al mundo para restablecerse y poder ocupar de nuevo su puesto en el coro de la Abadía. Esto se repitió tres veces.
Dios le escogió como víctima propiciatoria, descargando sobre su cuerpo los ramalazos de una cruel enfermedad, que serviría de medio purificante para acrisolar sus virtudes.
Desde el primer día llevó una conducta in tachable como monje. No llamaba la atención, sino que era la misma sencillez y humildad. Siempre estaba ecuánime y alegre, es decir, se esforzaba por reprimir tanto los excesos de risa y los consuelos. de su alma como los sinsabores que nunca faltan en la vida. De naturaleza expansiva, el amor al silencio le hacía ser formal en los actos de comunidad.
Muerte de un santo
Este cisterciense pasa sus últimos meses en un pueblo, entre pinceles, lienzos, dibujos, salmos y escritos, obligado por el destino a vivir en un mundo que le era tan adverso. Allí edifica a todos con su ejemplo, a pesar de los sufrimientos físicos y morales que le torturaban.
Al principio de su vida religiosa era su ilusión ser monje del Cister, pero cuando comprendió que sólo Dios puede llenar el alma, se desprendió hasta de esta ilusión tan razonable para seguir la voluntad de Dios, con una prontitud propia de los santos: Sufría mucho por estar separado de la vida conventual que amaba… pero era la voluntad de Dios, y la cumplía gustoso. alegre, llevando su cruz en el fondo del alma, pero sin dejar traslucir su sufrimiento, sin dar a los suyos la pena de verle triste. «La vida no es triste si se posee a Dios«.
Su gran amor, además de la Virgen María, fueron la Eucaristía y Jesús Crucificado. El Hermano Rafael fue uno de los más finos amadores que ha tenido la cruz de Cristo. La amó al estilo de San Pablo. En ella halló el verdadero tesoro; había comprendido que el Cristo de la Cruz es el único que puede hacer feliz y salvar al hombre.
Así murió el 26 de abril de 1938.