Los supremos pastores de la Iglesia han creído ser cosa propia de su cargo aprobar y fomentar con sus alabanzas y exhortaciones la devoción del pueblo cristiano hacia la celestial Madre y Reina (Enc. “Ad caeli Reginam” 11-10-54)
San Alfonso de Ligorio, teniendo en cuenta los testimonios de los siglos anteriores, piadosamente escribe: “Ya que María fue elevada a tan excelsa dignidad de ser Madre del Rey de los reyes, muy merecidamente la Iglesia la honra con el título de Reina” (Idem)
El fundamento principal, documentado por la tradición y la sagrada liturgia en que se apoya la realeza de María es indudablemente su divina maternidad…El primero que anunció a María con palabras celestiales la regia prerrogativa fue el mismo arcángel san Gabriel. (Idem)
En la realización de la obra redentora, la Beatísima Virgen María se asoció íntimamente a Cristo ciertamente, y con razón canta la liturgia sagrada: “Estaba en pie dolorosa junto a la cruz de Nuestro Señor Jesucristo, Santa María, Reina del cielo y Señora del mundo”… Ciertamente, en sentido pleno, propio y absoluto, solamente Jesucristo, Dios y hombre, es Rey; con todo, también María, sea como Madre de Cristo Dios, sea como asociada a la obra del divino Redentor, en la lucha con los enemigos y en el triunfo obtenido sobre todos, participa Ella también de la dignidad real, aunque en modo limitado y analógico. Precisamente de esta unión con Cristo Rey deriva en ella tan esplendorosa sublimidad, que supera la excelencia de todas las cosas creadas; de esta misma unión con Cristo nace aquel poder regio, por el que Ella puede dispensar los tesoros del Reino del divino Redentor; en fin, en la misma unión con Cristo tiene origen la eficacia inagotable de su materna intercesión con su Hijo y con el Padre. (Idem)
Decretamos e instituimos la fiesta de María Reina que se ha de celebrar todos los años y en todo el mundo el 31 de mayo. Ordenamos igualmente que dicho día se renueve la consagración del género humano al Corazón Inmaculado de la Bienaventurada Virgen María y efectivamente por este hecho hay fundadísima esperanza de que pueda surgir una nueva era con la alegría de la paz cristiana y el triunfo de la religión. (Idem)
Procuren acercarse con mayor confianza que antes todos cuantos acuden al trono de gracia y de misericordia de nuestra Reina y Madre para pedirle socorro en las adversidades, luz en las tinieblas, alivio en los dolores y penas; y lo que vale más, que todos se esfuercen por librarse de la esclavitud del pecado para poder rendir un vasallaje constante, perfumado con la devoción de hijos, al cetro real de tan gran Madre.(Idem)
La realeza de María es una realeza ultraterrena, la cual, sin embargo, al mismo tiempo penetra hasta lo más íntimo de los corazones y los toca en su profunda esencia, en aquello que tienen de espiritual y de inmortal. Los orígenes de las glorias de María, en el momento culmen que ilumina toda su persona y su misión, es aquel en que, llena de gracia, dirigió al arcángel Gabriel el “fiat” que manifestaba su consentimiento a la divina disposición; de tal forma Ella se convertía en Madre de Dios y Reina, y recibía el oficio real de velar por la unidad y la paz del género humano. Por Ella tenemos la firma confianza que la humanidad se encaminará poco a poco en esta vía de salvación; Ella guiará los jefes de las naciones y los corazones de los pueblos hacia la concordia y la caridad. (Al. “Le testimonianze” 1-11-54)
¡Ojalá que nuestra invocación a la realeza de la Madre de Dios pueda obtener para los hombres conscientes de sus responsabilidades la gracia de vencer el abatimiento y la indolencia en un momento en que nadie puede permitirse un instante de descanso cuando en tantas regiones la justa libertad está oprimida, la verdad ofuscada por los ardides de una propaganda engañadora y las fuerzas del mal como desencadenadas sobre la tierra. (Idem)
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