Escribe san Antonio María Claret: “Un pecado es más enorme en sí cuando es grande por su naturaleza, como cuando es una crueldad bárbara, una brutalidad en materia de impureza, una ofensa considerable contra un padre o una madre, una cruel traición a una persona que se fía de vosotros, o una opresión tiránica de una pobre viuda o de un huérfano. Debéis saber que los que vivían en tiempo de Noé eran dados al pecado de la carne, y por eso los castigó Dios con el diluvio.” Contrapone el Santo estos pecados graves pero dentro de los límites de la naturaleza, y por tanto más fácilmente perdonables, con los de Sodoma que “cometían unas impurezas detestables y no fueron a visados como los del tiempo de Noé, sino que fueron sorprendidos en lo fuerte de sus brutales bestialidades y no tuvieron tiempo de reconocerse. Fueron abismados en un momento y condenados al fuego eterno”. Es evidente que Claret se refiere a los actos contra natura de los invertidos.
Pecados gravísimos son los que van directamente contra las Personas Divinas, como blasfemias, impiedades, comuniones sacrílegas y profanaciones de los templos con acciones deshonestas. Lean en el A.T. el castigo al rey Senaquerib por las blasfemias que había vomitado contra Dios.
También la cualidad de la persona pecadora aumenta la malicia del pecado. Es cuando peca un sacerdote o consagrado. Los pecados de personas que han recibido tantas gracias, tantos sacramentos, cuando, por una vana satisfacción y por un placer momentáneo ofenden a Dios, le hieren en lo más vivo, pues al pecado se une la ingratitud.
Por último, el pecado es más grave aun cuando no ha sido cometido por sorpresa, por ignorancia, por fragilidad humana sino ha sido cometido con toda deliberación y con conocimiento del mal que hacía.
A la vista de esto, ¿qué decir de una sociedad que aplaude y celebra los actos más antinaturales, abre la boca para blasfemar, la maldad tiene la llave para entrar en la vida de sacerdotes y consagrados y que se tiene plena conciencia del mal que se hace?