La embriaguez, dice san Antonio María Claret, no es otra cosa que aquella turbación que causa en el hombre la demasiada bebida de vino u otro licor semejante. Es pecado cuando el bebedor sabe por experiencia propia o ajena los males que le puede ocasionar el beber más que lo que puede llevar la naturaleza. Por sí y por sus consecuencias es un pecado mortal, porque convierte el hombre más sensato en necio y le priva de la prudencia y de la sabiduría. Dice san Pablo: “No os engañéis, ni los deshonestos, ni los borrachos heredarán el reino de Dios”
Pero además hay otro precepto que obliga a la templanza. No es mantenimiento, todo lo que es más de lo necesario. Tenemos la obligación de tomar lo necesario para tener fuerzas y servir con ellas al Señor cada día. Puede que el vino forme parte pequeña de esta porción de alimento necesario, pero toda cautela es poca.
Tiene además una gravedad especial, porque este vicio estimula y enciende la lascivia. Junto a ella, de la embriaguez salen las riñas, los juramentos, los malos tratos, la pobreza, el olvido de la salvación… Pero nada hace reflexionar al borracho. Las personas que han conseguido superar este vicio les dirán que es mucho más fácil pasarse del todo sin vino que beberlo y no excederse.
Como toda persona absolutamente dominada por el vicio, el borracho sabe que puede morir en la embriaguez, que será incapaz de pedir a Dios perdón de su pecado, y que se condenará para siempre. Este es el gran problema del vicioso, de cualquier clase que sea: poseído por el vicio es incapaz de pensar en su salvación o en su condenación eterna.