Escribió el Cardenal Newman: «El Evangelio es una Ley de Libertad. Somos tratados en él como hijos, no como siervos, no sometidos a un código de mandamientos formales sino interpelados como hombres que aman a Dios y desean agradecerlo».
Su tesis era que, si Dios se comunica con todo hombre a través de la conciencia, se abren las puertas de la salvación a todos los hombres de buena voluntad. De este modo, las religiones naturales participan de cierta Revelación de Dios, al que perciben a través de su conciencia.
Esta tesis, escrita hace ya más de un siglo y medio, explicita cómo los hombres «de buena voluntad» que no conocen la Revelación de Cristo, cumplen la voluntad de Dios a través de los dictados de su conciencia. Pero no sería correcto querer extender esta aplicación a todos los hombres, en especial a aquellos que, conocedores de la Revelación y de la vigencia proclamada por Jesús, de los mandamientos trataran de acomodarlos a su conciencia, como, por desgracia, desde hace más de un siglo viene sucediendo. El mismo Newman intentaba vivir la moral con un elevado grado de exigencia, como medio «para ver a Dios», por la limpieza de su conciencia. O sea, la conciencia se mantiene clara y lúcida cuando se sujeta dócilmente a los mandamientos morales. Es cierto que Dios nos trata como hijos si nosotros nos presentamos ante Él como siervos.
Nada tan alejado de Newman como la religión de benevolencia que impera entre
nosotros no como consecuencia del Vaticano II, sino desde la época del célebre converso. Esta religión de benevolencia consistente básicamente en la eliminación de la idea del pecado y exaltación de la bondad de Dios, con olvido de las otras verdades eternas, es producto lógico de la teoría conciencista.
Jaime Sola Grané